Durante mucho tiempo, cuando su nombre estaba secuestrado y vestido de azul entre plumas aguiluchas, era frecuente reemplazar la palabra España por eufemismos del estilo «el estado» o, sobre todo, «este país». La fórmula tuvo tanto éxito que incluso dio pie a una frase no menos célebre: «este país antes llamado España». O «Expaña», como a veces escribíamos algunos, con prefijo privativo, aunque de muy diversa intención, para abreviar sin perder el efecto. El carajal autonómico, con su proliferación de «solares patrios» de nuevo cuño, también produjo cierta incomodidad en el uso del nombre, incluso en vastas extensiones de ambas mesetas y hasta en la raya de los Montes Obarenes y en los puertos cántabros. Un barullo que vino a sumarse al ya existente en ciertos sectores de las llamadas nacionalidades históricas, donde decir España era (y es) la forma más precisa de mentar a la bicha. Total que, por causas de toda laya y un sinfín de reflejos o tics de espuria condición, el de este país era más bien un nombre en entredicho y hasta ninguneado. Tal vez solo las recientes victorias del deporte español, y en especial del fútbol, consiguieron extender entre el común de la población el uso normal de la palabra España sin necesidad de acudir a explicaciones vergonzantes o al disimulo de un rastro de furia blanquecina en los belfos. Aunque, eso sí, muchas veces a costa de que la expresión fuera envuelta en frenesíes pintorescos, como la matraca esa del «yo soy español, ejpañol, espanyol, ezpañó», que se ha convertido en el grito tribal de las hinchadas de todos los deportes en que compite alguna selección española, o, sin ir más lejos (y aunque se mosquee Mourinho), el Real Madrid. Pero ahora resulta que todo esa controversia nominal y esa purga o decantación de sentimientos en torno a la vieja «piel de toro» (otro capotazo) no tienen ninguna razón de ser. «España es una marca», dice el ministro de Asuntos Exteriores y de Márquetin. Y lo repite el de Administraciones Públicas y Ventas Diversas. Y hasta se le cuela al contradictorio presidente Rajoy («tampoco rajo hoy») por alguna burbuja del plasma en el que parece vivir. Así que, mientras canturreo para mis adentros la vieja canción del colacao (quizás porque me siento, si no como aquel negrito, sí como un simple bote colocado en el estante de una tienda de ultramarinos), trato de conjurar el exceso de asombro y la parca pesadumbre tanteando un palíndromo tan laborioso como acaso revelador. Hélo aquí:
La mar(aba)ca España, ¡coño!, ¡caña!, psé..., ac(aba)rá mal
[RAA, 8:37 Palíndromos ilustrados, 16]
Reconozco que el espejo tiene algunos desconchones, pero tratándose de un asunto tan atrozmente viejo, no es extraño que el azogue zigzaguee un poco, sin duda por exceso de polvo y herrumbre. Con todo, dejo en manos de las seguras dotes teatrales del lector la entonación, los gestos y hasta los dobles o triples sentidos (incluidos los de los forzosos pero intencionados paréntesis) con que puede escanciarse la frase capicúa. Y para acompañar a esa «marca España» en la que al parecer se cifra hoy nuestra condición de país, ofrezco este curioso eslogan, también capicúa, desdoblado del pertinente anuncio que encabeza estas líneas:
¡Soborne en robos!
[RAA, 3:14 Palíndromos ilustrados, 17]
Por cierto, sobornar en robos ¿no es un nombre apropiado para eso que suele llamarse «financiación irregular de los partidos»?
Imagen superior, de Cuatrolunas, tomada de aquí.