Con las de
Buñuel,
Berlanga y
Bardem, la B de
Borau completa un póker memorable de directores del cine español. Y no sólo español. No me he parado a repasar diccionarios ni filmografías, pero dudo mucho que haya otro país que pueda poner sobre el tapete de la gran pantalla una jugada tan ventajosa y de tanto talento en torno a una sola letra. El de
Borau (talento, digo), además de plasmarse en una acción continuada y generosa a favor del cine de los demás, dio a luz un puñado de obras maestras tan inolvidables como peculiares, merecedoras cada una por sí sola de un lugar muy destacado en nuestro mejor cine, mientras que todas juntas le aseguran a su autor un puesto entre los grandes.
No deja se ser curioso que la primera película destacada de la obra de José Luis Borau llevara por título
Hay que matar a B. (1974), aunque fue
Furtivos (1976), esa
emboscada visual que capturó la esencia de la miseria del franquismo, la verdadera revelación de una carrera pausada, lenta, muy castigada tanto por la endeblez de la industria cinematográfica nacional como por la autoexigencia de quien no estaba dispuesto a rodar a cualquier precio, y que además tenía que vencer una marcada propensión a entusiasmarse más con el trabajo de los demás que con el propio.
Hace años que persigo la revisión de
Río abajo (1984), una
rara avis de nuestro cine, de la que guardo un maravilloso recuerdo muy ligado a un trabajo de gran intensidad sensual por parte de Victoria Abril, con David Carradine dándole la réplica. Y aún tengo nítida la emoción que me produjo
Leo (2000), el demorado y, lo sabemos ahora, definitivo retorno y adiós de Borau a la gran pantalla y al cine grande, amparado esta vez en un excepcional trabajo de Icíar Bollaín y Javier Batanero, este último prácticamente desaparecido después de tan insólito debut.
No me olvido, aunque creo que tienen otra dimensión en su obra, de
La sabina (1979) ni de
Tata mía (1986), que supuso el rescate de Imperio Argentina en «carne mortal». Y no tengo opinión ni recuerdo bien precisos de
Niño nadie (1997), vista solo de forma fragmentaria y a deshora en algún canal temático de televisión. Ah, y
Celia (1994)
, la serie de televisíón que seguíamos puntualmente en casa, en familia (mi hija Clara sentía pasión por ella; creo que aún le dura), al tiempo que leíamos los libros de Elena Fortún, rescatados por Carmen Martín Gaite y reeditados por Alianza.
Más recientemente, recuerdo bien la lectura del discurso de ingreso de Borau en la Real Academia: en parte, por su contenido (una deliciosa evocación de su biografía como amante del cine) y en parte, también, por el número increíble de erratas con que fue publicado en la revista que lo recogió.
Borau era, además, un tipo simpático, elegante, de porte señorial, aunque no fuera difícil adivinar que escondía dentro una especie de niño empollón, tal vez mimado, y sin duda travieso, como bien dejaba ver la picardía de su mirada. Alguien, en todo caso, que parecía de otra época, que probablemente lo era, pero que a la vez seguía encarnando una forma de vanguardia, con una capacidad de osadía que está muy presente en ese cine tan suyo que seguiremos viendo y celebrando.
Adiós, maestro. Tras las bambalinas y al otro lado de la pantalla, la
timba de la B ya está completa.
Imagen: José Luis Borau durante la ceremonia de los Goya de 1998.
En el vídeo, unas escenas de Furtivos: Borau, en el papel de gobernador civil, con Ovidi Montllor.