El otro nombre del demonio. Cuando yo era niño e incluso adolescente, Carrillo era el otro nombre del demonio. Tal vez solo el de La Pasionaria (siempre con un “La” bien marcado por delante) podía disputarle la primacía en la capacidad de encarnar la maldad absoluta. Incluso diría que ambos nombres solían pronunciarse siempre juntos, con el mismo desprecio e igual temor. Y si me pongo a remover (o a reinventar) los posos más antiguos de mi memoria, hasta es posible que encuentre el sonido de una secuencia Carrillo-la-Pasionaria como denominación completa de algún ser infernal. No tardó en unirse al nombre de Carrillo en mi conciencia el topónimo de Paracuellos, con todo el humo de vidriosos equívocos y medias verdades con que siempre se ha contado (y aún se cuenta) uno de los episodios más trágicos de la guerra civil, tan pródiga en ellos. Un episodio que en los últimos años de mi adolescencia me llegó envuelto en la hagiografía de los mártires agustinos del Escorial, en cuyas filas (las de los agustinos) yo estudiaba entonces la filosofía que había de dar un viraje completo a mis ideas (aunque quizás fuera más exacto decir: una perspectiva diferente).
Ecos confusos. Ya a principios de los setenta, cuando el velo del templo se rasgó ante mis ojos (o eso creí), y empecé a tener la posibilidad de indagar en la historia por mi cuenta (o eso pensaba), el minucioso maniqueísmo de un solo lado con el que a tantos nos acolcharon la infancia y enlaberintado la adolescencia había cedido. Pero entonces, por cierta orientación anarcoide de aires jipistas, tampoco el personaje de Carrillo (lo poco que sabía de él) me resultó simpático. Algún hilo suelto acerca de las polémicas que se habían vivido en el interior del Partido Comunista, y noticias más o menos confusas sobre el carácter dictatorial con que, al parecer, el entonces secretario general del partido las había solventado, y, sobre todo, una profunda desconfianza hacia toda organización amasada (y también amansada) en torno a un dogma, debieron de influir poderosamente en que Carrillo siguiera siendo para mí, aunque por motivos ya muy diferentes, una figura antipática.
Lucidez, valentía. Las cosas empezaron a cambiar a raíz del fascinante episodio de la peluca (su regreso clandestinamente pactado a España), la reacción ante la barbarie de Atocha (asesinato de los abogados laboralistas), la sorpresa del sábado santo de 1977 (legalización del PCE), entre otros momentos intensos de una época en la que viví la política con una pasión con que después ya nunca… Y se tornaron en decidida admiración hacia la persona cuando, frente a las despiadadas críticas de muchos que antes le jaleaban, Santiago Carrillo (entonces el apellido ya casi nunca iba solo) contribuyó a hacer posible que la complicada salida de la selva franquista se pudiera hacer de forma pacífica. Es este un tema (reforma vs ruptura) que aún me lleva a la discusión más o menos apasionada con amigos (si bien cada vez menos) y supongo que forma parte de un debate que todavía está lejos de haberse cerrado: las vueltas que da la historia implican también interpretaciones inéditas (e incluso inimaginables) del pasado. Lo cierto es que desde ese momento mi respeto y admiración hacia él no hicieron más que crecer. Su impresionante gesto de valentía en la tarde del 23 F aún me emociona. También el recuerdo de la única vez que lo vi de cerca, hace ya unos años, en la librería Crisol de Juan Bravo, dando una lección de enérgica tolerancia ante un grupo de descerebrados vociferantes, muy mala gente.
Fotografía tomada de esta web.