No es fácil hablar con libertad de Eva, el debut en el largometraje de Kike Maíllo, sin caer en los inconvenientes del destripamiento o ‘despellejamiento’ (eso me sugiere siempre el término spoiler) de la trama, sin duda uno de los pecados más graves en que puede caer cualquier cinéfilo que trate de compartir sus entusiasmos (o sus frustraciones). Así que me limitaré a recomendar con viveza esta obra extraña, por poco frecuente, de la cinematografía española, una peli de ciencia ficción cercana (incluso cotidiana) que rinde tributo por igual a la “madre de todas las batallas” del género, la inmortal 2001: una odisea en el espacio (1968), y a obras maestras de la talla de Blade Runner (1982), no menos imperecedera en su estela tutelar, o a Wall-E (2008), otro prodigio creativo, quizás no tan redonda en su maestría como las anteriores pero con momentos (muchos) del máximo nivel.
Como prueba de esta filiación baste subrayar que el punto de inflexión desde el que la historia narrada en Eva afronta su desenlace es una escena “calcada” de uno de los momentos culminantes de 2001… (y no puedo decir más: lean mis labios). Y que Blade Runner está presente en ella tanto en la parte de la juguetería robótica (en la que también se cuela de forma felina Wall-E) como sobre todo en el tema del trasfondo emocional de la naturaleza de los humanos y sus réplicas. No me resisto a añadir a la lista, aunque con reservas y guiado más que nada por sugerentes razones nominales («Dime qué ves cuando cierras los ojos»), la interesante incursión que nuestro Kubrick nacional, Alejandro Amenábar, en su singular periplo por los géneros, hizo en la ficción científica con Abre los ojos (1997).
Bien insertada en esa tradición, la fuerza de Eva reside, en primer lugar, en un guión excelentemente pautado (entre sus firmantes aparece el nombre de Sergi Belbel), colgado de un avance narrativo, la espectacular y turbadora secuencia inicial, que actúa como soporte y búmeran del relato. Y, a renglón seguido, en una fotografía que sabe aunar cercanía y extrañeza para que la historia imaginaria logre imponerse sin sobresaltos pero con intriga. Y también, de forma muy particular, en la selección atinada de actores, plasmada en un reparto donde brilla por igual el trío protagonista: la revelación de la niña Claudia Vega (apuesto a que le disputará el Goya a la también debutante María León de La voz dormida), una Marta Etura en estado de gracia, y un cada vez más convincente Daniel Brühl, cuya contribución está a la altura del inolvidable Alexander Kerner de Goodbye, Lenin! (2003), su revelación. Alberto Ammann, aunque demasiado atado a la pose elegante de un personaje que podría haber tenido otros matices, también mantiene el nivel, al igual que Anne Canovas, en un papel más secundario pero muy bien resuelto. Hay que destacar como se merece la especial contribución de Lluís Homar, que da vida a 'Max', un robot tan emotivo como memorable, cuya interpretación entrañaba algunos riesgos que el actor salva con maestría.
Y de la película propiamente dicha, de su argumento, ¿qué decir? Pues que es una historia que nos remite a la insatisfacción que la vida lleva implícita, a los terrenos oscuros que ni siquiera la creatividad más exitosa logra hacer comprensibles, a las barreras insalvables que siempre hay en toda relación, a la fría satisfacción que propicia la inteligencia cuando no es capaz de dar respuesta sensible a los sentimientos, o a lo mucho que aún nos falta por saber de eso que, desde Goleman para acá, llamamos ‘inteligencia emocional’ y que sin duda está abriendo todo un nuevo campo interdisciplinar (neuropsicología, pedagogía, filosofía...) para seguir avanzando en la apasionante tarea de saber qué es lo humano; en suma, la conciencia que se analiza a sí misma y trata de extraer de ese proceso algunas claves para seguir luchando por la posible felicidad.
Eva, con su nombre inaugural, bien puede ser considerada una innovadora aportación española a un género tan antiguo como el propio cine, pero que siempre está en trance de invención y renovación: la ficción que consigue abrir una raya de lucidez en el desentrañamiento científico y poético (hermoso binomio) de la realidad.