Pese a la tristeza, conforta saber que los caminos que Morente abrió para poner el cante jondo a la altura de los tiempos, y en concreto su instinto e inteligencia para enraizarlo en una nueva y libérrima forma de entender la tradición, son los que marcan el rumbo de algunos de los intérpretes más cualificados del presente, y que por ello pueden considerarse sus legítimos herederos: léase Miguel Poveda, Mayte Martín, Diego el Cigala, tal vez Arcángel... o, claro está, su propia hija Estrella.
Orfandad, pues, pero también prolongación de un arte que hoy, precisamente hoy, está más vivo que nunca.
En Omega (1996, 2008), mi disco preferido de Morente, una obra infinita en la que siempre queda algo por descubrir (como por descubrir me queda aún, afortunadamente, buena parte de su discografía), se incluyen piezas como su versión del lorquiano Pequeño vals vienés. Un monumento de ligereza y dramatismo, pasado por la "lectura" de Leonard Cohen, llevado a lo esencial del cante con melismas de inusitada pureza flamenca, y finalmente desembocado, coreografía del «Grupo de Danza Andalucía» de por medio, en la pequeña joya de arte total que recoge el vídeo que adjunto al final de estas líneas.
Omega, que muchos críticos consideran el punto alfa de la última renovación del cante jondo, muestra la originalidad y hondura con que Morente supo indagar en los misterios de la voz y el sentimiento afrontando con valentía el mundo alucinado del Lorca de Poeta en Nueva York y dejándose arrastrar por influencias tan en apariencia distantes como la severidad rítmica de una procesión de semana santa y la insolencia punk-rock del grupo Lagartiija Nick.
Morente solía decir que las personas a las que más quería eran los poetas. Y lo demostró muchas veces cantando poemas de Lorca, Miguel Hernández, Antonio y Manuel Machado, Guillén, Alberti, Hierro, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Juan del Enzina y un largo etcétera que también incluye a Al Mutamid, el rey moro que gobernó la taifa de Sevilla en la segunda mitad del siglo XI.
No es extraña esa afinidad (que tuvo también Camarón y ha "heredado" Poveda) porque el espacio en el que se adentran los grandes maestros del cante se parece mucho al universo que exploran los poetas: unos y otros recorren el territorio de la voz, de las voces, los nombres y los ritmos, en busca acaso de la respiración interna de las cosas. Y se internan así en una geografía en la que aunque los caminos parezcan estar ya bien roturados siempre es posible encontrar, inventar, alguna vereda. La aventura es descubrirla y atreverse a seguirla. Además de un hombre de una gran sensibilidad, Morente ha sido un artista valiente.
Ayer por la tarde, al escuchar por la radio la noticia de su muerte, sobre los mismos papeles en los que estaba trabajando improvisé estos versos que dejo aquí como homenaje.
Sólo había una voz como la suya:
la de un cántaro roto siempre lleno,
la libre forma con que el aire llega
a la cueva más honda, al pie del cielo.
En la imagen superior, Enrique Morente durante una actuación
en el C. M. San Juan Evangelista, en octubre de 2008.
Imagen tomada del blog de la escritora Clara Sánchez.
Postpost: Añado el vídeo del hondo y estremecedor homenaje que Estrella Morente rindió a su padre en su capilla ardiente.