lunes, 12 de abril de 2010

Un hombre sabio del pueblo


Miguel Delibes, fallecido hoy hace justamente un mes y al que el próximo jueves (15 de abril) la Academia tributará un homenaje presidido por los Reyes, tal vez sea el último –o el penúltimo, si pensamos en José Jiménez Lozano– de los grandes narradores de una Castilla que ya casi no existe más que en la literatura, aunque físicamente siga estando ahí, ancha, hermosa y profunda, sin duda más “desarrollada” que nunca pero tan solitaria como siempre.
Delibes fue, en mis lejanos estudios del bachillerato (a finales de los 60), uno de los más leídos de los “nuevos” novelistas. Una lista que, calcada en buena medida de los ganadores del entonces prestigiosísimo premio Nadal, encabezaba Carmen Laforet, con su mítica Nada (a mi me sedujo más entonces su iniciática La insolación), y de la que también formaban parte autores como Ignacio Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martin Gaite, Luis Romero, Francisco García Pavón, Álvaro Cunqueiro en su faceta de escritor en castellano y, quizás por encima de todos ellos en cuanto a la fama del momento, el voluminoso José María Gironella, cuyos cipreses creyentes a veces se confundían, en el recitado memorioso de los títulos, con la alargada sombra del ciprés de Delibes. Y eso por no mencionar las ocasiones (propias de una antología del disparate) en que unos y otro se entremezclaban, bajo el efecto poderoso del ritmo y la rima, con el «enhiesto surtidor de sombra y sueño» plantado por el poeta Gerardo Diego «en el fervor de Silos». Cuánto ciprés en las letras de aquellos años.
Durante mucho tiempo, la obra de Delibes que más admiré fue Cinco horas con Mario, un prodigioso monólogo de velatorio que une a la precisión de su lenguaje la capacidad de hacer creíble una voz interior para contarnos algunas verdades ocultadas sobre nuestra realidad y la inmediata historia. También me atrapó La hoja roja, con su sencilla pero eficaz metáfora del librillo de papel de fumar y sus avisos sobre, en el fondo, la fugacidad de la vida.
Años después, la extraordinaria película de Mario Camus me descubrió ese prodigio del realismo y la tragedia, además de vivo retrato del caciquismo, que es Los santos inocentes. Una novela inevitablemente ligada desde su presencia en la gran pantalla a las figuras de Francisco Rabal y Alfredo Landa, con el odioso pero admirable contrapunto de Juan Diego; y muy especialmente a la inolvidable “milana bonita”, una grajilla que en la realidad crió y adiestró el gran naturalista y maestro de cetrería que fue Aurelio Pérez (curiosamente, o no tanto, uno de los principales colaboradores de Rodríguez de la Fuente, a quien Miguel Delibes dedicó la obra: esta historia merece atención aparte; tal vez vuelva otro día sobre ella).

Un encuentro en Moradillo de Sedano
Una tarde de hace ya casi un par de décadas (quizás en la primavera de 1991), mientras realizaba el trabajo de campo para la guía de Castilla y León de Anaya Touring, tuve la suerte de cruzarme con Miguel Delibes en un escenario muy querido para él: la iglesia románica de Moradillo de Sedano, famosa por su magnífica portada esculpida, delicada y alegre como la página iluminada de un salterio.
El templo, puesto bajo la advocación de san Esteban, se alza sobre un cerro en las proximidades del pueblo de Sedano, en el norte de Burgos, habitual lugar de descanso del escritor, escenario de muchas de sus peripecias de cazador y también retiro provechoso en el que escribió buena parte de su obra. En sus libros de caza, y en algunos de sus cuentos, aparecen con frecuencia descripciones y recreaciones de este espacio, que el escritor conocía como la palma de su mano.
La zona es una dura comarca paramera alegrada en sus inmediaciones por los soberbios cañones del Ebro y el Rudrón. Está situada a las puertas, por un lado, de la comarca de La Lora, y por otro, de las Merindades, un entretenido y peculiar laberinto geográfico que junto con el contiguo Valle de Mena probablemente constituya el territorio más peculiar de la vieja Castilla; sin duda, el de más recio abolengo.
Además, el Valle de Sedano es lugar vinculada a la familia de la mujer de Delibes, Ángeles de Castro, el ángel tutelar de la vida del escritor y su verdadera alma gemela («la mejor mitad de mi mismo»), a la que rindió homenaje incluso después de muerto. Me emocionó enterarme, en las crónicas posteriores a su fallecimiento, de que la condición inexcusable que Delibes había puesto para ser enterrado en el Panteón de Hombres Ilustres del cementerio de Valladolid, junto a Zorrilla, Rosa Chacel y otros notables, fue que al lado de sus cenizas fueran depositados las de su esposa, muerta en 1974.
También procedía del Valle de Sedano (y es otra curiosa coincidencia) la familia paterna de Rodríguez de la Fuente. Precisamente, uno de los tíos de éste construyó el atrio que protege de los efectos de la intemperie la rica pero muy delicada portada de la iglesia de Moradillo, que es de piedra de toba, «de esa que se corta con una sierra», como me explicaría el propio Delibes.
Durante sus estancias en la casona familiar de Sedano, Delibes solía dar largos paseos que a veces discurrían por la carretera que lleva hasta el citado templo, tras un recorrido de unos cuatro o cinco kilómetros y con una pronunciada pendiente en su tramo final. La fortuna hizo que uno de esos días coincidiera con la única vez que he visitado el lugar. Como además por entonces, como responsable de la edición de la enciclopedia Ecología y vida, había tenido cierta relación profesional con uno de sus hijos, el biólogo Miguel Delibes de Castro, fue fácil entablar conversación con el escritor y con la persona que lo acompañaba, su hija Elisa. La verdad es que no hubiera sido necesaria excusa alguna porque la sencillez que Delibes proclamó como divisa de su vida y también de su obra («soy un hombre sencillo que escribe con sencillez») se puso de relieve de inmediato y la charla fluyó con facilidad.
Recuerdo bien que me comentó algunas curiosidades del lugar, entre ellas el hecho de que el valor artístico de la iglesia había sido “descubierto” al quitar la cal que cubría sus muros, y me sugirió que anotara la presencia de unas raras columnas de fustes en zigzag a la entrada del templo:
–Dicen los que saben de estas cosas que columnas como éstas no se ven en ninguna parte. Aunque, con permiso de esta señora [por la guardesa del templo, que nos había abierto la puerta y nos acompañaba en la visita], a mí me recuerdan el desagüe de un retrete. No son bonitas, pero son raras…
Fue esa la única vez que vi físicamente al escritor. Por eso me ha dejado el “recuerdo fuerte” que desde entonces preside su evocación y que va a estar presente en el nuevo y necesario acercamiento a su obra que me he impuesto llevar a cabo como una forma de aprendizaje de algunos senderos por los que la experiencia me va diciendo que es más fácil encontrar el secreto de una forma de vivir, de cierta sabiduría que Miguel Delibes demostró poseer en su grado más alto.

Fotografía
Miguel Delibes tras un paseo en bici por El Pinar de Antequera.
Imagen tomada del Centro Virtual Cervantes.

martes, 30 de marzo de 2010

7 TeV!




La Gran Máquina habló
y su palabra em-pez-aba aca-ba-ba
y volvía a empezar.


La Hoguera Cósmica.


7 TeV's
siete veces eceveteis
¡Siete Teraelectronvoltios!

[Salta sola la maga mala los Atlas]

(¿Y sí el bosón de Higgs, también él, fuera un palíndromo?)
[Etemenan-kik-nanemete]


He aquí un vídeo muy didáctico para enmarcar la noticia del día (con adecuada sintonía final).




Joglars: ¿el ocaso?

El grupo teatral catalán Els Joglars, autoexiliado de Cataluña por su enfrentamiento con la política y la sociedad independentistas, cumple el próximo año medio siglo de existencia. Para empezar a celebrarlo ha montado un “antihomenaje” en clave sarcástico-burlesca en el que sus actores se interpretan a sí mismos imaginando que se encuentran en 2036, es decir cuando la compañía hipotéticamente cumpla 75 años. El espectáculo, bajo el título 2036 Omena-G, se presenta como la obra que ensayan e improvisan los miembros del grupo, ya viejecitos decrépitos pero aún suficientemente marchosos, que viven internados en los "cobertizos" de un desvencijado centro geriátrico para actores («Ogar (sic) del Artista»). Su objetivo es organizar una función conmemorativa tomando pie de diferentes actividades habituales en una residencia de la tercera (o cuarta) edad y de algunas (pocas) referencias a la trayectoria teatral de Els Joglars. Una especie de canto de cisne ante la inevitable llegada del ocaso. Y, en sus más logrados momentos, un corte de mangas a la Parca. Pude verlo el pasado domingo en la sala noble (la roja) de los Teatros del Canal, en Madrid.

El espectáculo está organizada como una sucesión casi aleatoria, pero bien trabada, de sketchs en los que los juglares, conducidos por dos presentadores futuristas y algo descerebrados, se burlan en primer lugar de sí mismos y de los achaques de la edad, y después, de una serie de comportamientos sociales que, en sus aspectos más polémicos, tienen como principal nexo el estar casi todos referidos a conductas, actitudes, posturas políticas y personas y personajes identificables con lo que, grosso modo, podríamos denominar una tipología progresista. Así, el matrimonio homosexual, la ley del aborto, la alianza de civilizaciones, el «no a la guerra» o incluso la polémica y agria discusión en torno a la fiesta de los toros son objeto de parodias y chistes más o menos afortunados o previsibles, todo ello sobre el paisaje de un país ya para entonces federalizado y todavía arruinado por «la política de Zapatero».

Las acciones están subrayadas por textos mostrados en una pantalla que sirve de decorado de fondo, a modo de ojo vigilante de un Gran Hermano omnipresente, y donde se repite hasta la saciedad que el espectáculo cuenta con la esponsorización de “La Cacha”, en clara alusión a una muy conocida entidad de ahorros catalana. Esos textos, ofrecidos a modo de ambientación e hilo conductor de las escenas, componen por sí solos una verdadera línea editorial. Una propuesta cómico-ideológica que bien podría haber sido ideada por los espesos humoristas que suelen acompañar a Jiménez Losantos en sus sermones matinales.

El extraordinario trabajo físico de los actores (la simulación de los estragos del envejecimiento alcanza límites de gran perfección) y el rítmico engranaje de situaciones, bien coreografiadas y musicadas, a veces bajo la sugerencia de escenas de cine mudo, son los aspectos más destacados del espectáculo. Junto con la hermosa, poética, incluso sublime, secuencia final (a la que corresponde la imagen superior), digna de figurar en una antología de momentos inolvidables del grupo. Hay escenas, especialmente algunas de las protagonizadas por Ramón Fontseré, con su habitual maestría, que son un prodigio de composición. Y momentos de hilaridad chaplinesca. Así como notables rasgos del ingenio zumbón al que Boadella nos tiene acostumbrados.

Sin embargo, este Omena-G resulta muy irregular e incluso pobre en cuanto a su guión (no faltan en él tópicos bochornosos) y marcadamente tendencioso en cuanto a sus objetivos preferidos de burla. Personalmente, esperaba encontrar en una obra de este cariz más y mejor ideadas alusiones a momentos cruciales de la historia del grupo y, sobre todo, una mayor amplitud de miras a la hora de hacer un recuento crítico del presente. Frente a ello, el espectáculo cae con excesiva frecuencia en un tono seudopanfletario que sorprende por su carácter romo, tópico muchas veces y casi sectario en su miopía.

Albert Boadella, cuya inteligencia escenográfica está fuera de toda duda, avalada por una trayectoria teatral sin apenas parangón en la historia reciente del teatro español (e incluso euopeo), suele reclamar para sí el papel “tocapelotas” del bufón y una permanente vocación anárquica de «ir contracorriente», en especial contra el poder dominante, sea cual fuere. Muchas veces lo ha cumplido. Y es posible que él piense que en este caso también lo sigue haciendo. Pero habría que hacer caso omiso de su privilegiada relación con Esperanza Aguirre (que también es poder) para no sospechar que en la ausencia casi total de críticas hacia posiciones propias del bando conservador (¡con la que está cayendo en el entorno del PP y sus aledaños ideológicos!) pueda existir un ejercicio zafio y triste de servidumbre. Vamos, que al bufón se le ve, me parece, el relleno, la panza agradecida.

Así las cosas, más que ante un autohomenaje, ¿no estaremos, verdaderamente, frente a los síntomas de un ocaso... el de la libertad de un creador?

Imagen superior:
Escena final de la obra: Molière acompañar en su tránsito al más allá del escenario a los actores
mientras las almas de sus personajes ascienden a la gloria.
Fotografía toma de Notodo.com

sábado, 27 de marzo de 2010

miércoles, 24 de marzo de 2010

Un amigo


El pasado 23 de marzo se inauguró en el Museo Ruiz de Luna de Talavera de la Reina la exposición dedicada a la colección de cerámica reunida a lo largo de su corta pero intensa vida por José Luis Reneo Guerrero (Talavera, 1960-2008), un agitador cultural de amplio espectro, apasionado, entre otras muchas cosas, por la cacharrería artística y sus aledaños. José Luis, del que fui amigo, falleció prematuramente el 20 de octubre de 2008. Le dediqué entonces, con destino a un acto de homenaje en su honor (y a una posible publicación posterior), el escrito que ahora cuelgo en el muro de la Posada para unirme al justo reconocimiento público hacia un ser inolvidable que empleó buena parte de sus días y de su enorme espíritu creativo en hacer felices a los demás.


Con José Luis Reneo en la memoria

No puedo decir que conociera bien a José Luis Reneo. Le traté con cierta asiduidad durante dos o tres años, a mediados de los ochenta, a raíz de que me pidiera unos poemas para publicarlos en los «Cuadernos de Poesía Tesela», el entusiasta proyecto editorial que por entonces él impulsaba. Recuerdo que mantuvimos largas conversaciones en Madrid, algunas de ellas hasta alta horas de la madrugada, y que de esas charlas, entre humos de variada procedencia y cervezas suaves, creció el fácil afecto que desde entonces hubo entre nosotros. Aunque en los últimos años apenas lo cultivamos.

Me atrajo de José Luis especialmente su intenso deseo vital, su finura para degustar cualquier forma de arte, su ironía, que podía ser mordaz pero solía traducirse en un chisporroteo ingenioso, su lucha algo callada contra incomprensiones que a veces le cercaban –como a todos– con su mano de tedio y la espesura de añejas costumbres.

Me viene a la memoria –algo imprecisa tras el tiempo transcurrido, pero sé que en el fondo cierta– una larga conversación sobre aspectos concretos de nuestras vidas, quizás al hilo de una reflexión sobre una frase del poeta Luis Cernuda que pudo servirnos de piedra de toque para intercambiar algunas confidencias. «El deseo es una pregunta cuya respuesta no existe», decía el poeta, y a su calor nos esforzábamos en ponerle nombre a nuestras inquietudes y en indagar sobre la tupida red de hipocresía que con terca obscenidad amordaza tantas veces el corazón humano.

También sé que hablamos aquella noche sobre el complejo de culpa que la educación religiosa y franquista nos había inoculado en nuestra infancia, de lo difícil que a veces resultaba sobreponerse a los estragos de una sensibilidad formada en esas y otras privaciones. Y de la necesidad de resistir, de atreverse, de hacer el mundo cercano –no sólo el paisaje abstracto de la vida social– de verdad habitable. Después de esa conversación decidí dedicarle el poema, ya preexistente, que copio más abajo y que formó parte de los publicados en «Tesela». Con esa dedicatoria, además de mi reconocimiento por su generoso interés, quise subrayar entonces –y quiero resaltar ahora– la pertinencia de cierto clima moral de sensaciones compartidas


Tesela de horas compartidas

Recuerdo de aquellos tiempos las risas fáciles, el intercambio de opiniones sobre gustos literarios o artísticos, sobre cuestiones políticas, personas y personajes, y alguna anécdota que se me ha quedado especialmente grabada, como su reconvención amistosa por el mal uso de alguna palabra: unos perfúmenes algo “suliveyantes” y muy “palacagüinos” que se me habían colado en un poema y que me apresuré a corregir, no sé si balbuceando una peregrina ocurrencia exculpatoria. También guardo memoria de las caóticas sesiones de un algo enfático pero ambicioso “comité de redacción” de Tesela que nos sirvió de excusa para discusiones apasionadas y divertidas con otros amigos de entonces.

José Luis vivía por aquellos años en un viejo palacete talabricense que abría sus ventanas hacia la fachada lateral del Ayuntamiento y casi a la sombra de la estatua del Padre Juan de Mariana. Quizás pueda resultar exagerada la sugerencia palaciega para evocar lo que debía de ser, a los ojos de un observador objetivo, una caserón destartalado y en franca decadencia. Pero estaba tan contagiado del espíritu de José Luis que yo lo recuerdo como el escenario ideal de sus inquietudes, un espacio a la altura de sus sueños, donde guardaba y exhibía con exquisito orgullo algunas antigüedades y maravillas de época.

Si cierro los ojos, la imagen de José Luis que me viene a la cabeza es la de su figura moviéndose de acá para allá por unos “aposentos” sobre los que fantaseábamos imaginándolos similares a los que pudieran haber acogido, en sus tiempos de jurista e incluso alcalde de la ciudad, al bachiller Fernando de Rojas. En esa evocación de su figura se impone la presencia de unos ojos vivísimos al fondo de una mirada sonriente, algo tímida pero siempre cómplice, la de un ser todavía luminoso dispuesto a compartir la osadía o quizás sólo la ocurrencia de alguna travesura.

Durante años, puntualmente intercambiamos saludos navideños, siempre llenos por su parte de una gran sensibilidad y buen gusto. También trazamos algunos vagos planes en común, entre ellos un proyecto para recuperar, en forma de libro y otras actuaciones, el “museo disperso” por el mundo de la cerámica de Talavera, una iniciativa que entonces me pareció de verdad interesante –aún creo que lo es, aunque no sé si en parte ya se ha realizado– y a la que dedicamos algún esbozo que se quedó, por mi parte, en un vago impulso desplazado por otras ocupaciones más acuciantes y concretas.

Posteriormente le pedí ayuda para documentar un texto que Anaya Touring me había encargado con destino a una guía de “museos para una nueva era” (se publicó en 1999 bajo el título de Qué arte y posteriormente la reeditaría el diario ABC), para la que propuse la incorporación del recién recuperado Museo Ruiz de Luna, a mi juicio uno de los mayores logros de la nueva política cultural que entonces se abría paso en Talavera y hoy ya un espacio de referencia cuya consolidación como tal tanto debe al personal empeño de José Luis. Su generosidad fue entonces la de siempre.

Volvimos a encontrarnos, Sagrario y yo, con nuestro amigo común en Talavera quizás hacia el año 2002, cuando él ya vivía junto a la vieja muralla restaurada, y compartimos en los antiguos billares de Navazo un café y promesas de vernos más a menudo en el futuro. Por entonces me pareció distinto –supongo que también a él le pasaría conmigo– y tuve la impresión de que nuestra antigua fluidez de trato ya no era la misma. Fue la última vez que lo vi, aunque todavía seguimos intercambiando felicitaciones navideñas y esporádicos mensajes durante algún año más.

Todas las novedades que me llegaron después de José Luis fueron ya indirectas, hasta la oscura noticia de su muerte, que me produjo una gran tristeza sólo amortiguada por la distancia que se había ido abriendo paso en nuestras vidas. Lamenté no haber estado más al tanto de sus problemas, de no haber profundizado más en la sintonía que sus iniciativas solían provocarme, de no haberle conocido un poco mejor. Su recuerdo sigue siendo para mí una parte importante de la experiencia amable, de la provisión de amistad y cariño que resulta imprescindible para que sea soportable el viaje de la vida. Un alimento del que quizás él en sus últimos días se sintiera privado, porque no quiso, no pudo o no supo encontrarlo. Quién lo sabe.

No encuentro otro modo mejor de unirme al homenaje al amigo tan tempranamente desaparecido que reiterar este poema del que sentí entonces, y sigo sintiendo ahora, que acaso pueda dar cuenta de la intensa ternura que su forma de ser me despertó y de la melancolía que su entrañable recuerdo me produce.


El doncel amarillo

A José Luis Reneo, entonces y ahora.

Recuerdo aquellos labios de doncel amarillo
disueltos en mis ojos
y las heridas turbias del tiempo
cayendo en espiral sobre la incertidumbre:
el pelo del amigo prohibido
que me tendía siempre
las mismas dulces trampas
desafiando leyes tan graves
como la solidez rotunda del planeta
«Y que si alguno hobiese ayuntamiento
con miembro de otra especie,
sea anatema
de puro bestialismo…»
El alma rebosaba de deseo
en la gran plaza pública
adonde mercaderes de todo el mundo
traían los perfumes y esencias más suaves:
las aromas sagradas de Bagdad,
el masculino incienso de la India
y el palpitar de senos tan tibiamente corrompidos de Cartago.
Barcas de amor surcaban las orillas del Sena,
lejanamente muertos los amantes,
y abrasada la estirpe de Sodoma
por la envidia del dios,
mientras la incorregible Marilyn
se besaba infinita en los espejos.
El laberinto oscuro de las venas
presentía la dicha como un aire remoto
que crecía sin fin entre los muslos
y elevaba la hermosa barahúnda
de los sexos eternos
para abrazar la forma nebulosa
de la almohada húmeda
cuando, al abrir los ojos,
allí estaba la piedra amenazante
y el sudor del culpable ante la luz
ahogando mi cuerpo,
al volver
a la muerte
de la vida.


(De El sol de medianoche, 1988)



Imagen superior
José Luis Reneo en Lisboa (1998), junto a la estatua de Pessoa.
Foto tomada del Catálogo de la citada exposición.

Imagen inferior
Azulejo en recuerdo de JLR
en un monumento situado en los Jardines del Prado
de Talavera de la Reina.
Foto © AJR

martes, 16 de marzo de 2010

Tres en raya



A/ Oleaje


En decasílabos de once sílabas
y hasta de nueve --raro compás--,
viene su ritmo el mar ensayando,
besa la playa y luego se va.
Y luego vuelve, marea indómita
de espuma blanca, caballo gris,
crines altivas que el sol corona
con los reflejos de una canción.
Las caracolas son eremitas
del fondo oscuro, suenan así,
lánguidas, húmedas, lujuriosísimas,
mientras la noche baja el telón.



B/ Amo idioma
(apache chapa)

Líder reconocer redil.
Redil reconocer líder.
Somos o no somos.
La ruta natural
nos la sometemos al son.



C/Analógico*

Reloj poético:
siempre que da la hora
dice «¡hai-kú!»


*Debo a Manolotel el título correcto de este haiku (俳句), inicialmente llamado «Digital».


Fotografía
«Tres en raya» © Paco Martínez (febrero 09)



viernes, 12 de marzo de 2010

La cinta blanca

Aunque me alegré de que no desbancara a El secreto de sus ojos en el Oscar al mejor filme de habla no inglesa, la verdad es que ese premio lo hubiera merecido con igual justicia La cinta blanca (Das Weise Band), la última película de Michael Haneke, una visión tan estremecedora como verdadera de los nidos secretos (u ocultados) en los que se incuba o puede incubarse la maldad y el horror en el corazón de los hombres.

La voz cascada de un narrador, del que poco después sabremos que es el maestro, no sitúa en un pueblo del norte de Alemania en los meses previos a la Primera Guerra Mundial. Nos advierte de que nos va a relatar, no sabe si con total precisión, unos sucesos extraños que turbaron la vida del lugar y cuya escenificación comenzamos a ver…

A partir de ahí, y mediante una bellísima narración en blanco y negro y una recreación de ambientes y de atmósferas que tiene toda la densidad del mejor cine clásico europeo (Dreyer y Bergman son referencias oportunas), asistimos al desarrollo de una historia que, si bien está contada con cierta intriga de “caso policiaco”, nos acaba atrapando por la verdad y la crudeza con que nos muestra algunas claves (cabría decir, llaves arrojadas a un pozo profundo) que laten en el fondo de la condición humana. Y, en concreto, en la forma en que en nuestra sociedad cristiana y occidental se trasmiten los valores a través de la educación.

Con su trama jalonada de sucesos crueles y violentos que parecen obedecer a un plan maligno minuciosamente calculado, y sobre cuyos autores en seguida tenemos tan clara como insólita constancia, el retrato cuidado hasta en el menor detalle de una comunidad rural organizada en torno a severos criterios morales acaba siendo un desvelamiento de las mentiras “piadosas” que pretenden ocultar el horror de lo que tempranamente se sospecha y sobre lo que, también tempranamente, se aprende a comprender que es algo de lo que no se puede hablar, sobre lo que se impone la negación, el ocultamiento, el disimulo y finalmente la hipocresía.

Es difícil hablar con concreción de la película sin revelar partes de la trama. Es cierto, como han apuntado algunas críticos (y ya queda dicho), que su tema de fondo es la incubación del mal. Y también resulta coherente pensar que un clima similar al que la película retrata pudo ser el caldo de cultivo donde proliferaron ciertas actitudes que no sólo hicieron posible sino que alentaron las aberraciones del nazismo. Pero La cinta blanca es aún más inquietante: su trasfondo no sólo afecta a conductas condenables por su perversión. Arroja una mirada profundamente pesimista sobre la naturaleza humana, incluidos sus impulsos más nobles. Habla, en el fondo, del inevitable triunfo de la muerte.

Dejo aquí dos de sus secuencias más impresionantes, buenos ejemplos, además, de ciertos extremos que la obra recorre y de las elocuentes escenas de aprendizaje que en ella se retratan. La primera es, a mi entender, el momento más emotivo de la película. Y sobre su preciso, maravilloso y revelador diálogo acaso se sostenga todo el complejo edificio de esta reflexión sobre el mal que Haneke ha resumido en la evocadora imagen de la «cinta blanca». Un símbolo de inocencia y pureza que todavía los niños de mi generación llevábamos sobre nuestros trajes de comulgantes y en torno al que incluso se componían fervorosos poemas votivos que algunos no hemos olvidado: «En una caja escondida / guardo una cinta de seda / que es todo lo que me queda / del naufragio de esta vida.»