Ayer mismo examinaba detenidamente, entre la barahúnda húmeda y ansiosa de la FNAC de Callao, una edición especial en deuvedé de Arrebato, Leo es pardo y algunos otros cortos de Iván Zulueta, el singular director de cine, además de inspirado cartelista, fotógrafo y pintor, que este final de año tan pródigo en lluvias nos ha sido arrebatado a edad aún tan temprana (66 años) en su natal San Sebastián.
Recuerdo bien el impacto y desconcierto que su ya legendario largometraje Arrebato me produjo cuando lo vi por primera vez, probablemente fue en alguna sesión semiclandestina del antiguo cine Azul, el de las espaciosas butacas, allá por el año 1980. Aquella delirante y poética peripecia de un ser peterpanesco y acaso maldororniano, obsesionado por la filmación (fijación en imágenes) del tiempo, ha figurado desde entonces entre mis preferencias sostenidas del cine español. Una obra que sólo puedo contemplar (y la he vuelto a ver varias veces) en estado de fascinación.
Las interpretaciones de Will More, Eusebio Poncela, Cecilia Roth y de una adorable Marta Fernández Muro, incorporando trabajos muy notables (a veces únicos) de sus respectivas carreras, logran tejer una historia de vidas al límite, de sensaciones que, si tenían mucho que ver con inmediatas experiencias psicodélicas y promiscuas (no sólo en el obvio significado de esta palabra) propias del momento (eran los años de la tan cacareada «movida madrileña»), también conseguían avanzar por un camino de introspección enormemente arriesgado, de búsqueda de sentido al misterio de la vida, de indagación en el espeso bosque de una infancia que se resistía a perder sus tesoros. Un recuento del duro aprendizaje que supone vivir a fondo en la corriente de impulsos irreductibles, quizás de los riesgos que entraña la audacia de llevar hasta el límite los derroteros de una pasión, la indagación de un presentimiento.
Arrebato, que suele definirse como película de culto y obra experimental (a veces parece enlazar directamente con la técnica onírica del primer Buñuel), es en verdad una rara joya de nuestra filmografía y permanece como el legado personal de una sensibilidad afilada en el que merece la pena seguir ahondando. Y desde ella, en el resto de la obra de un creador que probablemente aún guarde secretos luminosos.
Este vídeo (uno de los muchos que pueden encontrarse en YouTube, incluidos algunos con comentarios del autor que aportan claves de interés) me parece un buen indicio del estilo y el tono de la obra.
Fotografía de Iván Zulueta, de EPA, tomada de Google noticias.
Si la detención de Juan López de Uralde y los demás militantes de Greenpeace (Nora Christiansen, Christian Schmutz y Joris Thijssen) por su tan valiente como pacífica protesta en la Cumbre de Copenhague ya fue, digámoslo de modo eufemístico, «una broma de mal gusto», el hecho de que a estas alturas aún permanezcan en prisión, y tratados como peligrosos terroristas, es una agresión sostenida con un empecinamiento que el derecho internacional no debería tolerar.
Aunque las protestas se multiplican, no parece del todo claro que ni el Gobierno español ni los del resto de países de la Unión Europea, ni las autoridades del mundo supuestamente civilizado, estén haciendo lo necesario para poner fin a este disparate. Una agresión vergonzosa y humillante que viene a subrayar con ominosa exactitud la lógica malvada del «mundo al revés».
Tampoco la prensa de mayor tirada parece estar prestando la debida atención informativa a un atentado mayúsculo, y perversamente ejemplarizante, contra quienes defienden el patrimonio de todos, la precaria salud de este planeta al que algunos se empeñan en dar por desahuciado, considerándolo pasto definitivo de un desarrollo no ya solo insostenible sino ferozmente agresivo. El delito de los militantes de Greenpeace no ha sido otro que el de denunciar una política complaciente (el cinismo no tiene límites) con las cada vez más claras señales del apocalipsis ecológico.
Da la impresión de que, quizás al socaire de una crisis económica que ha elevado hasta cotas insospechadas el fantasma del miedo, se hubiera extendido una especie de adormecimiento colectivo que es difícil no interpretar como el síntoma más preocupante de que la marcha atrás hacia el desastre ya es imparable, porque nadie con poder tiene verdadero interés en pararla.
Puesta así las cosas, si hace poco pensábamos que la Cumbre de Copenhague había sido un fiasco por la cicatería de los acuerdos logrados, ¿quién nos va a librar ahora de la sospecha de que realmente las autoridades mundiales han perdido por completo el norte de lo que el mundo se está jugando, y que se limitan a simular, con discursos vacíos si no directamente mendaces, su incapacidad para ser conscientes de los graves problemas?
El precedente de este atentando global contra la libertad de denunciar tal estado de cosas puede traer consecuencias inimaginables. O tan terriblemente predecibles, que su sola mención produce espanto.
No servirá de nada, pero hay que decirlo: con el encarcelamiento sostenido de los militantes de Greenpeace estamos en la cárcel todos los que aún mantenemos, aunque cada vez más remota, alguna esperanza de que que la especie humana no está condenada a aceptar como precio del supuesto progreso el camino minuciosamente programado (y denunciado con evidencias cada vez más palmarias) hacia su propia destrucción.
Por eso, en este final de un año crítico hasta su último suspiro, deberíamos hacer el esfuerzo de ser conscientes de que todos–y de qué modo–somos Juantxo. Y actuar en consecuencia.
De las muchas imágenes y tópicos con que, desde la más tierna infancia, la Navidad encandila, masajea y, a medida que pasa el tiempo, desborda nuestra sensibilidad, hay dos escenas del relato del nacimiento de Jesús que me siguen resultando conmovedoras.
Una de ellas es el momento en que María y José, ella con su embarazo ya cumplido, llegan a Belén para acatar la orden de empadronamiento dictada por Augusto. Otras muchas familias judías han hecho el mismo viaje, así que la pequeña ciudad está a rebosar de gente y la pareja se ve obligada a buscar refugio en un establo porque, como apunta lacónico el evangelista Lucas, «no había sitio para ellos en la posada».
Son diversos los romances, villancicos e historietas de la historia sagrada que han recreado y adornado con singular dramatismo la escena. A la luz de la nieve, que en los tiempos míticos de la infancia llegaba siempre puntual a su cita con los días más dulces del año (¿o era solo la harina que blanqueaba los corchos de las montañas del belén?), la angustia de los padres de Jesús yendo de puerta en puerta sin que nadie les diera cobijo resultaba de una crueldad difícilmente soportable y suscitaba una infinita ternura. Crueldad y ternura, dos emociones encontradas, contradictorias, que pugnaban por tener acomodo y comprensión en la sensibilidad de los pocos años.
El otro episodio navideño del que conservo vivo el recuerdo, y cuyos minuciosos ritos sigo practicando, es el de los Reyes Magos. La contemplación de las mágicas figuras de los sabios de Oriente siguiendo el brillo de la estrella por el desierto a lomos de sus camellos, además de tener por sí sola una enorme capacidad de ensoñación, estaba naturalmente asociada a la misteriosa llegada de los regalos, ese cuento prodigioso, casi exclusivo de la tradición hispánica, que quizás erala primera conspiración favorable que los adultos tramaban sobre nuestras vidas. Muchas veces, exagerando los términos de un descarado chantaje («si te portas mal, los Reyes no te traerán nada») hasta extremos capaces de dejar secuelas psicológicas. Algún colega conozco que tal vez aún no se haya repuesto de la terrible visión, a los pies de su cama, de un saco de carbón… dulce. Y otros que dedujeron que debían de ser muy malos porque sus padres eran más pobres. También tengo amigos, ya con hijos (incluso nietos), que se niegan a dejar de creer que los reyes sean… los reyes.
Pero lo cierto era que aquellos fantásticos nombres alineados de tres en tres (Melchor, Gaspar, Baltasar; blanco, rubio, negro; oro, incienso y mirra) acababan teniendo sobre sí en las entonces largas –¡pero no interminables!– fechas navideñas todo el peso de la ilusión infantil, quizás el único instinto que sigue haciendo llevadera la decretada felicidad universal de estos días.
El vídeo de YouTube que he decidido colgar en la Posada (¿una reminiscencia?) para desear felices fiestas a todos los amables viajeros que a su puerta se acerquen recrea las escenas mencionadas. Las imágenes pertenecen a la película Natividad (The Nativity History), de Catherine Hardwicke, y son de un delicado realismo que me parece muy convincente. El villancico que les sirve de banda sonora,Nadal de Luintra, está interpretado por el grupo Berrogüetto, uno de los más solventes del folk gallego.
Para cerrar el círculo de las emociones evocadas, debo apuntar que la imagen superior, que bien podría intitularse Buscando Posada, es un detalle de un panel de azulejería talabricense del siglo XVI y puede verse en la Basílica del Prado de Talavera de la Reina, mi ciudad natal. Luintra es una pequeña localidad de la Ribeira Sacra ourensana, capital moderna del municipio de Nogueira de Ramuín, de una de cuyas aldeas provienen mis raíces gallegas.
Queda dicho: ¡Felices Fiestas!
*Navidal: un viejo profesor de lengua de mi época de bachiller, preocupado por la creciente invasión de anglicismos, batalló durante años para que esta palabra fuera adoptada por la RAE para designar las postales de felicitación navideña, en sustitución del emergente chritsmas (que viene a sonar “crisma” en el lenguaje común). Su empeño, es obvio, fue en vano. Aunque hoy el término probablemente tenga sugerencias más bien gastronómicas, me ha parecido oportuno rescatar la propuesta.
Ya me gustaría que el cielo de Copenhague, donde este 18 de diciembre la Cumbre del Clima vive sus horas decisorias (las decisivas pasan a cada rato), se llenara por unos instantes de una nube de hermosos papalotes capaces de recordar a los VIP allí congregados que, entre tantas y tan acuciantes cuestiones sobre el futuro del planeta, hay también en el aire una pregunta sencilla, ingenua, acaso tópica, pero ineludible: ¿dónde jugarán los niños?
Cuenta el abuelo que el grupo mexicano Maná lo veía así:
Nota: mi intención era colgar una versión en vivo de la canción, bastante más potente y teatral, pero la inserción está desactivada. Puede verse aquí.
De nuevo se ha respetado el pacto tácito de alternar las dos orillas de la lengua en la concesión del Premio Cervantesy el poeta, narrador y ensayista mexicano José Emilio Pacheco sucede a Juan Marsé en el más valorado galardón de las letras hispanas. La también reciente concesión al poeta del Premio Reina Sofía ha multiplicado las noticias, entrevistas y comentarios en torno a su obra, aunque fuera de los círculos poéticos (e incluso dentro de algunos de ellos) su nombre es apenas conocido por los lectores españoles.
La poesía de José Emilio Pacheco, en la tradición de Octavio Paz, aúna emoción e inteligencia. Volcada hacia la meditación tanto como hacia el canto, su voz mantiene un permanente empeño en favor de la claridad y la búsqueda del lector cómplice, sin rehuir por ello lo complejo de ciertas experiencias vitales. La historia y el presente de México, el amor a los clásicos y a los griegos (no sólo clásicos), la pasión por la nieve y por la obra de Juan Ramón Jiménez son algunos de los temas presentes en los poemas suyos que he leído.
El que copio a continuación no es el más conocido ni famoso (esa condición le corresponde a «Alta traición»), tampoco el más representativo. Pero sí expresa con pormenor y gracia, además de con blanca ironía y un alto grado de cordura, algunos extremos fundamentales de su poética.
Carta a George B. Moore
en defensa del anonimato
No sé por qué escribimos, querido George. Y a veces me pregunto por qué más tarde publicamos lo escrito. Es decir, lanzamos una botella al mar, harto y repleto de basura y botellas con mensajes. Nunca sabremos a quién ni adónde la llevarán las mareas. Lo más probable es que sucumba en la tempestad y el abismo.
Sin embargo, no es tan inútil esta mueca de náufrago. Porque un domingo usted me llama de Estes Park, Colorado, me dice que ha leído cuanto está en la botella (a través de los mares: nuestras dos lenguas) y quiere hacerme una entrevista. Después recibo un telegrama inmenso (lo que se habrá gastado usted al enviarlo). En vez de responderle o dejarlo en silencio se me ocurrieron estos versos. No es un poema, no aspira al privilegio de la poesía (no es voluntaria). Y voy a usar, así lo hacían los antiguos, el verso como instrumento de todo aquello (relato, carta, drama, historia, manual agrícola) que hoy decimos en prosa.
Para empezar a no responderle, no tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas, dejo a otros el comentario, no me preocupa (si alguno tengo) mi lugar en la historia. (Tarde o temprano a todos nos espera el naufragio.)Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema. Poesía no es signos negros en la página blanca. Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena. El lector, la lectora harán o no el poema que tan sólo he esbozado.
No leemos a otros: nos leemos en ellos. Me parece un milagro que algún desconocido pueda verse en mi espejo. Si hay un mérito en esto —dijo Pessoa— corresponde a los versos, no al autor de los versos. Si de casualidad es un gran poeta dejará cuatro o cinco poemas válidos, rodeados de fracasos y borradores. Sus opiniones personales son de verdad muy poco interesantes.
Extraño mundo el nuestro: cada día le interesan cada vez más los poetas; la poesía cada vez menos. El poeta dejó de ser la voz de la tribu, aquel que habla por quienes no hablan. Se ha vuelto nada más otro entertainer. Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica, sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo, tiene asegurado el amplio público a quien ya no hace falta leer poemas.
Sigo pensando que es otra cosa la poesía: una forma de amor que sólo existe en silencio, en un pacto secreto entre dos personas, de dos desconocidos casi siempre. Acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez pensó hace mucho tiempo en editar una revista. Iba a llamarse «Anonimato». Publicaría no firmas sino poemas; se haría con poemas, no con poetas. Y yo quisiera como el maestro español que la poesía fuese anónima ya que es colectiva (a eso tienden mis versos y mis versiones). Posiblemente usted me dará la razón. Usted que me ha leído y no me conoce. No nos veremos nunca pero somos amigos. Si le gustaron mis versos qué más da que sean míos / de otros / de nadie. En realidad los poemas que leyó son de usted: Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
La concesión del Premio Nacional de las Letras a Rafael Sánchez Ferlosio se mezcla en las ventanas de la Red, y en el papel impreso, con la muerte de Amparitxu Gastón, la viuda de Gabriel Celaya. Ambos tres (como diría mi amigo Pablo) compartían al menos una condición: la de ser vecinos de La Prospe, el barrio de Madrid que más me asombra y en el que vivo desde hace unos añitos.
Don Rafael, ya transformado en todo un clásico (quizás a su pesar), todavía sigue paseando elegante, ensimismado y contemplativo por sus calles, con el bullicio mestizo de López de Hoyos como principal vía de multitudes por donde aún es posible alcanzar cierto aprendizaje cervantino, aunque más escorado hacia las preocupaciones de Rinconete que concernido por las inquietudes del ingenioso hidalgo. No es difícil verlo, a don Rafael, hacia mediodía o en las primeras horas de la tarde, curioseando en las tiendas de los chinos (en lugares como La Nueva Ruta de la Seda, todo desde 50 cts.), a la busca de algún artilugio más o menos exótico o simplemente útil.
Amparitxu frecuentaba, allá por los ochenta, el ahora algo decadente mercado de la Plaza de Prosperidad (se demora su necesaria reforma), las más de las veces en compañía del poeta que definió la poesía como «un arma cargada de futuro», antes de volcar en ella sus postreros impulsos órficos. Componían una pareja que difícilmente pasaba inadvertida. En su casa de la calle Nieremberg, considerada por algunos la Velintonia del antifranquismo poético, puede verse la placa que los vecinos les dedicaron a ambos, con mucho cariño e indecisa redacción.
Pero nunca las causalidades, como tampoco los frutos del azar, crecen sol@s. Me lanzo a la Red a buscar una foto de Amparitxu para ilustrar estas líneas y al primer googleazo caigo en esta emotiva crónica de El País dedicada a la concesión del Premio de las Letras, el mismo que ahora le han dado a Ferlosio, a… Gabriel Celaya. Corría el mes de diciembre de 1986. Ayer mismo, como quien dice.
Por lo demás, este maravilloso invento de Internet nos permite disfrutar, en tiempo real y en casi perfecta sincronía, de documentos visuales como éste. Con herramientas así, es difícil sustraerse a la impresión de que el mundo (nombre con el que JJ Millás, otro antiguo vecino ilustre, bautizó la zona) viene a ser muchas veces un pañuelo.