Aunque las protestas se multiplican, no parece del todo claro que ni el Gobierno español ni los del resto de países de la Unión Europea, ni las autoridades del mundo supuestamente civilizado, estén haciendo lo necesario para poner fin a este disparate. Una agresión vergonzosa y humillante que viene a subrayar con ominosa exactitud la lógica malvada del «mundo al revés».
Tampoco la prensa de mayor tirada parece estar prestando la debida atención informativa a un atentado mayúsculo, y perversamente ejemplarizante, contra quienes defienden el patrimonio de todos, la precaria salud de este planeta al que algunos se empeñan en dar por desahuciado, considerándolo pasto definitivo de un desarrollo no ya solo insostenible sino ferozmente agresivo. El delito de los militantes de Greenpeace no ha sido otro que el de denunciar una política complaciente (el cinismo no tiene límites) con las cada vez más claras señales del apocalipsis ecológico.
Da la impresión de que, quizás al socaire de una crisis económica que ha elevado hasta cotas insospechadas el fantasma del miedo, se hubiera extendido una especie de adormecimiento colectivo que es difícil no interpretar como el síntoma más preocupante de que la marcha atrás hacia el desastre ya es imparable, porque nadie con poder tiene verdadero interés en pararla.
Puesta así las cosas, si hace poco pensábamos que la Cumbre de Copenhague había sido un fiasco por la cicatería de los acuerdos logrados, ¿quién nos va a librar ahora de la sospecha de que realmente las autoridades mundiales han perdido por completo el norte de lo que el mundo se está jugando, y que se limitan a simular, con discursos vacíos si no directamente mendaces, su incapacidad para ser conscientes de los graves problemas?
El precedente de este atentando global contra la libertad de denunciar tal estado de cosas puede traer consecuencias inimaginables. O tan terriblemente predecibles, que su sola mención produce espanto.
No servirá de nada, pero hay que decirlo: con el encarcelamiento sostenido de los militantes de Greenpeace estamos en la cárcel todos los que aún mantenemos, aunque cada vez más remota, alguna esperanza de que que la especie humana no está condenada a aceptar como precio del supuesto progreso el camino minuciosamente programado (y denunciado con evidencias cada vez más palmarias) hacia su propia destrucción.
Por eso, en este final de un año crítico hasta su último suspiro, deberíamos hacer el esfuerzo de ser conscientes de que todos –y de qué modo– somos Juantxo. Y actuar en consecuencia.
En esta página de Greenpeace hay algunas sugerencias de lo que podemos hacer.
Foto de Reuters tomada de El País