Hace unos meses, puede que incluso haga ya un par de años, en una de esas mañanas otoñales en que la luz en Madrid es un milagro, vi a José Luis López Vázquez cerca de Los Jerónimos. Iba acompañado de una señora de edad bastante menor que la suya, bien abrigado, muy pulcro, tocado con un elegante sombrero, y andaba a cortos pasos, con gesto serio, algo avinagrado, inconfundible.
La calle estaba desierta y tentado estuve de acercarme a él para saludarlo: al fin y al cabo su rostro era como el de uno de esos conocidos, o incluso parientes, que uno ha ido viendo, cada cierto tiempo, a lo largo de su vida y con los que siempre es agradable, además de educado, intercambiar una palabra. No me atreví a hacerlo porque caí en la cuenta de que en realidad no le conocía y temí que pudiera molestarse. Me limité a seguirlo a cierta distancia durante algunos minutos mientras comentaba con la persona que me acompañaba lo paradójicas que a veces son algunas experiencias.
Aquel hombre formaba parte de nuestras vidas casi desde siempre y creíamos saber de él tantas cosas que en absoluto podíamos considerarlo, como en realidad era, un extraño. No sé cómo hubiera reaccionado. Y ya nunca lo sabré. Tenía fama de tener malhumor (alguna vez dijo que reservaba el bueno para sus interpretaciones), pero no me arriesgué a comprobarlo. Lo cierto es que me hubiera gustado decirle cuánto admiraba su enorme talla de actor y agradecerle los muchos y muy felices ratos pasados a su costa, gracias a su forma personalísima de estar en escena, con su gesticulación tantas veces desaforada, al borde del desmadejamiento, pero siempre tan humana, tan hispana, tan real, incluso en sus trabajos olvidables.
Repasar la larguísima filmografía de José Luis López Vázquez (más de 250 títulos recoge la página que le dedica la
IMDB) es pasearse por buena parte de la más rica y significativa historia del cine español (también, es verdad, tropezar con mucho disparate alimenticio). Para quienes tenemos ya cierta edad, equivale a realizar un recorrido intenso, divertido y algo melancólico por nuestra propia historia.
Ahí están, para confirmarlo, la larga hilera de sensaciones, muchas en claroscuro, que se avivan con sólo mencionar, tal si de una letanía se tratase, títulos como Esa pareja feliz (1951), Novio a la vista (1954), Los jueves, milagro (1957), Tres de la Cruz Roja (1961), El pisito (1959), El cochecito (1960), Plácido (1961), Atraco a las tres (1962), La gran familia (1962), El verdugo (1963), La chica del trébol (1964), Historias de la televisión (1965), ¡Es mi hombre! (1966), Sor Citroën (1967), Los guardamarinas (1967), Peppermint frappé (1967), ¡Vivan los novios! (1967), El bosque del lobo (1971), Mi querida señorita (1972), Viajes con mi tía (1972), La cabina (para televisión, 1972), Lo verde empieza en los Pirineos (1973), Habla mudita (1973), La prima Angélica (1974), Este señor de negro (serie de TVE, 1975-1976), El monosabio (1977), La escopeta nacional (1978) y sus secuelas Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982); La miel (1979), Mamá cumple cien años (1979), La verdad sobre el caso Savolta (1980), La colmena (1982), La corte del faraón (1985), Crónica sentimental en rojo (1986), Mi general (1987), Todos a la cárcel (1993), Los ladrones van a la oficina (serie TV, 1993-1996) o, en fin, quizás la última de sus intervenciones memorables, Luna de Avellaneda (2004), junto con la para mí aún inédita ¿Y tú quién eres? (2007), su adiós al celuloide.
La imagen de López Vázquez, como las de Pepe Isbert, Fernán Gómez, Gracita Morales, Agustín González, Rafaela Aparicio, Luis Ciges, Manuel Alexandre o Tony Leblanc (por sólo citar los primeros nombres que me vienen a la cabeza asociados a su figura), está tan ligada a la gran pantalla de nuestras vidas, que va a ser difícil creer que de verdad haya podido marcharse de puntillas en este día de difuntos.
Adiós, grandísimo cómico, inmenso hombrecillo trágico, tierno y desbaratado personaje de tantas historias como han retratado, con ingenio y desenvoltura, la picaresca y las picardías, los gozos y miserias, también el esperpento inagotable y la honda negrura, de este rincón soleado del mundo.
Fotografía: EFE.