Leo de un tirón, quizás como
no debiera hacerse pero sin poder evitarlo, El
reino blanco (Visor, 2010), el
último libro de poemas de Luis Alberto de Cuenca. Reúne noventa composiciones,
incluidos “quince haikus asonantados y cinco seguidillas fetichistas”, escritas en su mayoría durante 2006 y 2009 y
agrupadas en diez secciones de perfecta unidad temática.
El título, como aclara
el autor, procede de una obra de Marcel Schwob, en concreto del penúltimo
capítulo de Le Livre de Monelle (1894),
una historia de amor imposible dibujada por el escritor francés a través de una
prosa poética de dicción simbolista. Es un título preciso y sugerente que
apunta hacia un espacio secreto y acaso legendario. Puede que aluda a un lugar
o experiencia no del todo nombrable —tal vez por de sobra conocido. Pero
también hace un guiño, me parece, a la “poesía
de línea clara”: la palabra poética concebida como “fiesta en la que
quepan todos”, según reza un poema de este libro, en una nueva plasmación de la postura estética
que LAC, al menos desde el hito de La caja de plata (1985), encabeza como maestro indiscutido dentro
de la llamada poesía de la experiencia o, acaso con mayor propiedad, poesía
figurativa.
Y ese sigue siendo el santo y
seña del poeta: la claridad, un saber decir con tal propiedad, derechura y aparente
sencillez que parece que las palabras hubieran nacido para acomodarse como aquí
lo hacen, establecer sin violencia vínculos nuevos que a menudo traen a la
memoria antiguos parentescos, forjar acuñaciones sentenciosas que en más de una
ocasión se diría que están en peligro de ir a despeñarse desde el promontorio
de los tópicos, pero que siempre remontan el vuelo. Y no sólo eso sino que
tienen la virtud de darle la vuelta al escenario o al clima sugerido para situarnos en un territorio nuevo: en una provincia desconocida del reino
blanco.
La poesía de Luis Alberto de
Cuenca tiene, entre otras, una virtud muy apreciable: se disfruta a la primera,
entra por los ojos, es tan legible que a veces uno tiene la impresión de que ya
la conoce o incluso de que lo que está leyendo es justamente lo que esperaba
leer. Es una cualidad que puede favorecer la lectura superficial, la impresión
de que, puesto que todo está tan claro, en el poema no hay nada más y sus
palabras se consumen con nuestra lectura igual que uno se bebe de un trago un
vaso de agua fresca.
Puede que en algún caso sea así —bendita agua—, pero no
hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que la mayoría de las veces estos
poemas tienen una oculta complejidad, eso que suele denominarse “diferentes
niveles de lectura”. Una complejidad que permite
releerlos con atención creciente porque hay aspectos que no se revelan fácilmente y que sólo la lectura pausada, en varias direcciones interpretativas, y a ser posible
en voz alta, logra descubrir. No en vano,
«Sueño parisiense», el poema que abre el libro, concluye con lo que
podría parecer una consigna barroca para iniciados, mezcla de invitación y
desafío: «Sólo entra aquí quien lucha por entrar».
Campos de amor
Los temas son los habituales
en la poesía de LAC. Fruto en su mayor parte de una libido sentiendi o mirada sensual a cuya luz se entiende bien la
exaltación de la belleza, la placentera evocación de los recuerdos felices y el
afán por el gozo del instante, muchos de los poemas de este libro caen de lleno
en lo que podríamos denominar poesía amorosa, incluida una pieza como «La
maltratada», que apunta a un asunto de trágica actualidad y donde la voz
femenina que se lamenta en primera persona por haber sido enterrada en vida y
condenada al “vacío, la ausencia, el desamparo”, aún es capaz de evocar “aquel campo de amor
que cultivamos juntos”.
El amor es, vuelve a ser, el
gran tema de la poesía de LAC, y como en obras anteriores, es en él donde el
autor cifra —junto con la biblioteca y los amigos— los únicos bálsamos capaces
de ofrecer consuelo frente a la decadencia, el sufrimiento y la muerte.
Sueños, retratos, recuerdos,
“caprichos”, meditaciones propias del otoño y diversos tipos de homenajes
(entre ellos, un tríptico en memoria de Foxá) son, junto con los citados haikus
y seguidillas, otros núcleos que abastecen una obra en la que el humor, la
ironía, la suave erudición (aunque sus fundamentos tengan hondas raíces) y el
buen gusto salen al paso en casi cada página, a veces también con algún texto
cuyas circunstancias no parecen superar la mera, pero casi siempre feliz,
ocurrencia.
Entre mis poemas favoritos
del libro señalaré dos: en primer lugar, «El Cuervo», el poema más largo (él
solo ocupa una sección), un logrado homenaje al arte compositivo de Edgar Allan Poe y
al ancho mundo de misterio y emoción que la obra del “genio de América”
convoca; y en segundo lugar, «En la muerte de Joker», una elegía que no pasará inadvertida a nadie que haya
compartido algún momento de su vida con un perro (u otro animal de alegre compañía). Aquí
lo copio.
En la muerte de Joker
Ahora
sí que te has muerto de veras. Hace años
que escribí tu epitafio, poniéndolo en tu boca,
con un solo objetivo: demorar tu partida,
matarte en mi poema para que no pudieses
morirte de verdad. Pero ese fingimiento,
neurótico y absurdo, para evitar la pena
—o, al menos, aliviarla— no ha servido de mucho,
porque te has muerto, amigo, te has ido para
[siempre
de este maldito mundo y has cruzado el espejo
rumbo a nada y a nadie. Tu sillón favorito,
aquel que le quitaste a Inés y acribillaste
de pelos, está triste sin ti, sin tus babosas
fauces, y tus juguetes se han quedado muy solos.
Y los demás, ¿qué haremos sin ti? Ya no podremos
acariciar tu testa de príncipe perruno,
ni pasear contigo por las calles gastadas
de la ciudad, ni hablarte con alegre ternura.
Perro
fiel, distintivo de libertad y asombro
ante la vida, escudo de abnegación a cambio
de una leve caricia, cumbre de lealtades,
nos has dejado el alma en carne viva, rota,
con tu muerte, y los ojos arrasados en lágrimas.
Desde el país del sueño eterno donde habitas,
querido Joker, suéñanos y
espéranos, que pronto
volveremos a estar para siempre contigo,
contigo donde nunca.
El poeta Luis Alberto de Cuenca en su casa-biblioteca de Don Ramón de la Cruz. Foto de Antonio Astorga, tomada de
aquí.
* Escribí este comentario hace unos meses, recién aparecido El reino blanco, pero por alguna razón se había quedado en la gaveta de manuscritos de la Posada. Al salir a colación el libro de Marcel Schwob, en un comentario dejado por Virgi en mi última entrada, me he acordado de él y he ido a buscarlo.