viernes, 5 de mayo de 2017

Bolaño en clave poética

Roberto Bolaño a la conquista del mundo. Foto de M. Urbano.

La conversión de Roberto Bolaño (1953-2003) en una estrella —lo que, en términos mitográficos, podría denominarse su «catasterización»— es uno de los sucesos más relevantes ocurridos en la literatura en español en las últimas décadas. El valor objetivo de su obra, la generosidad minuciosa con que trabajó en los últimos años de su vida, el fervor contagioso de sus lectores y cierto morbo añadido por las disputas familiares póstumas, todo ello ha contribuido a engrandecer su figura y a multiplicar su presencia en foros y mercados internacionales hasta extremos que parecen impropios de nuestro complejo, bullente y fugitivo mundo. 

Paradójicamente, ese éxito extraordinario puede ser también el mayor contratiempo para que la obra de Bolaño llegue a ocupar el lugar que verdaderamente le corresponde en el contexto de la literatura hispánica. Algo parecido al fenómeno conocido como «morir de éxito», de exceso de habladurías, pero de carencia de conocimiento. 

Hace un par de años, la hoy casi exangüe Casa del Lector le dedicó a Roberto Bolaño una amplia exposición que fue parcialmente recogida en una hermosa publicación monográfica con datos, semblanzas y aproximaciones a diferentes aspectos de su vida y su obra. Se ilustraba con una pequeña selección de fotos de los muy numerosos materiales allí expuestos.

Recuerdo bien de aquella visita, y puedo refrescar ahora hojeando el librito, un aspecto que me llamó poderosamente la atención al ir recorriendo los distintos capítulos en que se organizaba la muestra: la importancia que en todo momento el escritor concedió a la poesía, a la visión poética del mundo e incluso a la escritura poemática, pese a haber sido su perfil triunfante claramente el de un narrador, un contador de historias.

Por lo que sabemos de su vida y por los materiales expurgados tras su muerte, parece claro que la búsqueda poética no sólo fue el primer detonante de la vocación literaria de Bolaño sino que siguió siendo el principal horizonte de su creación, y al que dedicó de forma directa el empeño de los escritos agrupados bajo el título de La Universidad Desconocida, junto con obras de más difícil asignación genérica, como Amberes

Y es que, precisamente, son la insuficiencia convencional de los géneros y lo absurdo del férreo establecimiento de establos entre las distintas manifestaciones de la escritura, entre otros tics de retórica clásica, algunos  de los tópicos o prejuicios que la obra de Bolaño combate y que, en muchas de sus textos, consigue derribar con lo que sin duda puede considerarse una escritura de estricto sentido poético, y legible, por tanto, como poética. «Cuando la apuesta era a vida o muerte (...), lo que escribí era poesía», llegó a declarar.

Olvido García Valdés dedica a este tema, en la publicación citada, un amplio texto que permite argumentar la intuición que a menudo me ha asaltado leyendo a Bolaño: la de estar en la cercanía de alguien con una extrema sensibilidad poética, alimentada además por una sintonía y asimilación de las creaciones de autores como Lautréamont, Baudelaire, Rimbaud, Poe, Vallejo, Borges o Parra.

Ese texto, que reivindica a Bolaño como poeta, va precedido de este poema suyo (tan explícito):

Poetas troyanos
Ya nada de lo que podía ser vuestro
Existe

Ni templos ni jardines
Ni poesía

Sois libres
Admirables poetas troyanos

Hay que seguir leyendo a Bolaño. Aprendiendo de su generosa entrega a la creación verbal. Sin cortapisas ni restricciones.

Una aproximación muy recomendable es este documental de RTVE, de 2010, con las opiniones de Vargas Llosa, Gimferrer, Villloro, Herralde, entre otros: 
http://www.rtve.es/alacarta/videos/imprescindibles/imprescindibles-20101021-2205/908584/

(Publiqué una primera versión, más reducida, de este artículo en mi muro de Facebook el 28 de abril de 2017, al cumplirse los 64 años del nacimiento del escritor chileno-mexicano-español).

miércoles, 3 de mayo de 2017

Día

Amanecer en Los Cancajos, isla de La Palma. AJR.

Y al final es el día, mariposa
que sólo vive un día,
el que segrega un hilo de seda transparente
y nos deja en las manos,
entre los largos dedos de nuestra soledad,
un mínimo torrente de tinta caprichosa
y una pequeña estela de pan blanco.
Y así puede tener lugar de nuevo
el milagro de la continuidad.

Oh, memoria, memoria, melodía,
luz interior que cada día te alzas,
desde el fondo marino de nuestros corazones,
para crear el mundo.

martes, 2 de mayo de 2017

Vencejos

Vencejos en el cielo de Madrid. Foto de Enrique Fidel.

Pasadizo de lluvia
(De abril a mayo)

Vi ayer volando todos los vencejos,
incluso los leídos en los libros,
en las enciclopedias,
los vistos en el cine, 
                                    en los tebeos,
en los cuartos de juego,
los que aún viven
en las ilustraciones
de aquel álbum de cromos olvidado,
los soñados o sólo presentidos
en la troje olorosa de mi infancia.

Igual que entonces,
la tarde se ha llenado de vencejos.
Y con ellos ha venido una lluvia,
minuciosa y distinta,
que ya no va a parar.

lunes, 1 de mayo de 2017

L@berintos

No hay texto alternativo automático disponible.
Palacio de Cristal, Parque del Retiro (Madrid)

(Face to FB, 3 - 1 mayo 2017). Hasta el presente, la imagen más cabal que tengo a mano para definir mi experiencia en Facebook es la del Laberinto de Espejos: una atracción de feria o de parque temático. Lo más grato es que, como ocurría también en los juegos de nuestra infancia, la mayoría de las veces la frecuentamos en buena compañía. O eso pretendemos.

Se lo comentaba el otro día, con palabras orales, a un amigo pintor que trabaja en la ilustración de Luces de bohemia, de modo que no tardaron en quedar reflejados en la conversación los famosos espejos delirantes (por deformación) del Callejón del Gato en los que se inspiró Valle-Inclán —o el propio Max Estrella— para caer en la cuenta de que era esa, la imagen distorsionada de lo que él llamó esperpento, la única capaz de reflejar la verdadera naturaleza de la realidad española. Puede que la metáfora sea extensible a este territorio virtual.

¿Como se hubiera comportado Don Ramón en estas redes? No hay que descartar que, como veo que alguna vez nos ocurre a todos, en más de una ocasión terminara trompicado en un reflejo equívoco o tratando de salir por un rincón imposible. Esto último, las falsas salidas, me parece que es lo más peligroso de este Dédalo del siglo XXI. De hecho, uno se cruza a menudo —bueno, de cuando en cuando, para no exagerar— con Ícaros e Ícaras que, con las alas ardidas y el seso desplumado, parecen vagar sin rumbo entre las ruinas de una ciudad siniestra. 

Y que levante la mano —la no amputada— quien no haya sentido alguna vez flotando en su derredor la sospecha de si no será ese el destino que nos espera a todos.

sábado, 29 de abril de 2017

Territorio

Hay palabras que nos eligen. No sabemos por qué. Pero un buen día se nos aparecen, toman posesión de nuestros gustos, se nos imponen como título de un libro, incluso como santo y seña para denominar alguna empresa, qué sé yo... Y se quedan a nuestro lado con un punto de familiaridad tal, que a veces llegan a confundirse con nuestros nombres más queridos. 

Incluso —fascinantes— pueden producirnos la ilusión de que son de nuestra propiedad, como si su existencia tuviera algo o mucho que ver con nuestra propia vida. 

Desde hace bastante tiempo —pongamos cuatro décadas—, una de esas palabras para mí es «Territorio» (a menudo con versal inicial, pero también sin ella). 

Leo ahora en Babelia que es el título elegido para sus memorias por Miguel Sáenz, el gran traductor y académico, en cuyo aspecto físico siempre he visto cierto aire de profesor de yoga o, mejor, de maestro zen, con esa mezcla de intensidad y paciencia que cabe suponerle a quien está acostumbrado a entablar combates con las realidades verbales en primera línea de juego. Es decir, en el territorio en que, tanto o más que el físico y geográfico, vivimos: el del lenguaje. Y, también, a renglón seguido, el de la «escritura», este territorio de gestos fugitivos con el que pretendemos descifrar el mundo. O, al menos, tratar de hacerlo menos salvaje e inhóspito. 

La coincidencia, trenzada con otra que no me entretendré en relatar ahora, me ha alegrado la tarde. Y me ha despertado un vivo deseo de leer esa obra.




Móvil nocturno (en Eburia)

Y cruzo la ciudad entre fantasmas
no sólo escurridizos: tampoco comparecen
con ningún signo o aullido o huella leve,
entre el viento de sombras
que golpea las ramas de los árboles.
Son sólo una ilusión de voces de otro tiempo
mezcladas con un tráfago metálico de sillas.

Por el paseo del Prado,
muy cerca del kiosko de la música,
lo llena todo la materia viscosa que a menudo segrega la nostalgia.
Y en ella veo flotar el corro de unos rostros
sumidos en una conversación interminable
bajo una nube de humos de muy diverso origen,
siempre como a la espera de un milagro
que al final será sólo –y nada menos que–
la súbita llegada de la luz.

Por no sentirme inerme ante el estruendo
frío de la memoria, entre la niebla,
y a falta de un amigo o semejante con quien poder charlar,
y también desprovisto de un perro que me ladre y me discuta,
con un rápido giro de los ojos, la ruta que seguir,
camino hasta la plaza del Pan, frente al Ayuntamiento,
y me detengo delante de la puerta columnaria del cole de mi infancia
donde aprendí, entre otros muchas cosas
que aún no he olvidado, la palabra «azotea»,
y la palabra «góndola»
y el truco frente al golpe
de la vara de palmera en la mano extendida:
«si te las untas con ajo, no te duele y puede que se rompa»,
decía Montañés. Desde una esquina
bajo la torre de la Colegial
vigila el ojo enorme del rosetón mudéjar
el lento desplomarse de las motas de luz
que bailen en el aire al comopás de mis recuerdos.
Empieza a loviznar y he de volver a casa
pero antes  me acerco hasta la entrada de la plaza
y allí me hago un selfi con Fernando de Rojas, en efigie
dudosamente exacta, al igual que la mía,
fantasmales los dos en la alta noche.

domingo, 23 de abril de 2017

El día de don Quijote

Día del libro, de san Jorge, de Cervantes (y, calendarios aparte, de Shakespeare). Los resumiría bien a gusto en el día de la exaltación de la imaginación consciente, de la capacidad de soñar con los ojos abiertos de par en par Eyes Wide Open, por remedar al último Kubrick, de la vida entregada a la intensidad de sentir —como en el arranque del poema de Eliot— que somos memoria y deseo. 
Y si hubiera que cifrar todo eso en un solo libro y en un solo nombre, bien a gusto proclamaría hoy el Día de nuestro señor don Quijote, probablemente —¡sin duda!— la criatura más universal y consoladora de cuantas pueblan este mundo sublunar en todas sus dimensiones.
Recordaba el último premio Cervantes, Eduardo Mendoza, en su discurso de agradecimiento, las cuatro veces que leyó completa la genial novela. Por mimesis, me he parado a hacer recuento de mis lecturas y he escrito largamente y de forma algo deslabaza sobre ello en mi diario (ta vez algún día lo recupere en Tiempo contado). El punto de partida lo marcó este librito cuya cubierta aparece en el margen externo y al que también pertenece la borrosa ilustración superior.

En los años de la enseñanza primaria, en el colegio Cervantes de Talavera, la lectura de sus capitulillos expurgados, ordenada y regulada por la batuta palmeril de don Mariano, fue mi primer acercamiento a la obra. Recuerdo, como curiosidad, la gracia que nos causaba el episodio del miedo de Sancho, con su consiguiente repercusión intestinal, una escena que los sencillos y graciosos dibujos del libro recreaban con precisión, para gozo y diversión de la chiquillería, siempre tan naturalmente dada a sacarle al cuerpo su punto escatológico. Me asombro al recordar, ahora, que no hace mucho, en un libro escolar en que pretendíamos utilizar esa peripecia, hubo quien lo consideró políticamente incorrecto. Cosas veredes.

Hubo después muy diversas lecturas, en tres ocasiones de forma completa. La primera de estas, en sucesivas mañanas de un mes de verano, tal vez del 71, y en un mismo y sombreado banco de los jardines del Prado de Talavera. No fue una lectura fácil: quizás la obligación —aunque autoimpuesta era más fuerte que la devoción. Otras lecturas, fragmentarias, azarosas, se produjeron en diferentes circunstancias, que en algunos casos recuerdo con precisión, en parte porque muchas de ellas estuvieron ligadas a actividades editoriales y didácticas. Pero a partir de un determinado momento, cuando pude encontrarle el "punto" al Quijote, a su profunda sabiduría humana y a su inmenso sentido del humor, su lectura ha estado ya siempre asociada al placer. Cuántas veces, abierta la obra para contrastar la exactitud de una cita o el lugar y contexto precisos de un episodio, no me habré demorado en sus páginas, abducido por el poder encantador de palabras que no sólo están vivas sino que hacen vivir...

Y en mis anotaciones, tras rememorar algunas anécdotas relacionadas con las otras dos lecturas completas la tercera y de momento última hace un par de años, con ocasión de la redacción de la Guía de Lectura que acompañó a la edición escolar de la RAE, concluyo el recuento con estas palabras: «Y la [ocasión] que queda pendiente. Esa me sigue pareciendo la más importante. Mientras podamos seguir leyendo el Quijote, algo habrá siempre en nuestras vidas que se mantenga a salvo de la tristeza».