miércoles, 7 de agosto de 2013

Frutos bárbaros

Interior, óleo de Giacometti, 1949. 

En la penumbra de la casa
el tiempo avanza sin que nos demos cuenta. 
El verano sucede al día más largo 
y el calor se retuerce entre las horas 
como un ofidio de dientes insidiosos. 
Uno no sabe en qué parte del cerebro común 
brillan esas imágenes exóticas,
con su aureola superflua 
y el poso lánguido de su melancolía. 
Frutos bárbaros 
que unen a su turbia belleza 
el don incomprensible de la inutilidad. 
La vida es la memoria que no cura,
la limpia sucesión de las miradas 
y el fresco corazón que, si está herido, 
sabe que dentro de él aún mana un sueño.


Sin título.
Escultura en bronce de Giacometti, 1927.

domingo, 4 de agosto de 2013

La noche, eh, con Al


«Anoche me desperté al sentir que alguien me apretaba la mano. 
Era mi otra mano.»
(Paul Bowles a Mohamed Chukri)


Imagen superior: Bahía de Tánger desde el hotel Mövenpick. Tomada de aquí.

viernes, 2 de agosto de 2013

Casa de citas

Las palabras de Rajoy. 

El presidente Mariano Rajoy convirtió ayer el Parlamento, con sede ocasional en el Senado, en una casa de citas. Toda su estrategia, a mi juicio, pasó por intentar hacernos creer, con palabras prestadas, que cualquier comentario o apostilla tiene un valor absoluto, y que las mismas palabras significan por sí solas siempre lo mismo, independientemente de eso que los gramáticos y el sentido común llaman «contexto». Hay que reconocerle al muñidor del discurso del presidente una gran capacidad estratégica para intentar salvar la complicada situación con una variante creativa de la vieja técnica del ataque preventivo, empleado como la mejor arma de defensa. Escudriñar en los discursos de Rubalcaba, que deben de sumar varios gigas de peso, para encontrar, sin maquillarlas, frases capaces de hacer creer que hay una falta de coherencia, y hasta un alto grado de hipocresía, en las críticas de la oposición a los sucesivos escándalos que se han ido produciendo en el caso Bárcenas, era una tarea tan ímproba como efectista. Muy rentable, sin duda, de puertas para dentro, en las filas del propio partido. Y también eficaz  para poner al alcance de la fugitiva opinión pública y del común adormecimiento la idea ya masticada de que todos los políticos son iguales y que, por tanto, por qué vamos a pedirle a él ahora cuentas de algo que todos los partidos han hecho o hacen. Esa postura viene a ser, más o menos, una manera de subrayar que en todo esto no hay nada de qué avergonzarse, que es lo que hay, lo que ha habido siempre. Y que lo único importante es que la economía vuelva a crecer, que el paro baje, etc. Pero quizás lo que no tuvo en cuenta el señor presidente es que todo, incluso la capacidad de retorcer las palabras hasta secarlas, tiene una posible vuelta de tuerca. Así, puede que no tarde en demostrarse, justicia de por medio a ser posible, que con su discurso presuntamente exculpatorio, y en concreto con algunas de las frases que en él pronunció, Rajoy ha añadido a su currículo político una línea de conducta aún más comprometedora que aquellas de las que tan vehementemente se quiso defender. Con tanta cita ajena, tal vez no se cuidó lo suficiente de sus propias palabras, y puede que por algunas sea citado en el futuro. Y no de forma impune. Porque el precio de esa impunidad no sería otro que el de admitir que uno puede ir al Parlamento como a cualquier casa de citas, en el peor de los sentidos de esta expresión. Tiempo al tiempo.

miércoles, 31 de julio de 2013

Robaban a babor


Robaban a babor, a estribor, por la proa y por la popa. Robaban de día y de noche. En cualquier estación del año. En medio de una tormenta y con calma chicha. A diestro y en plan siniestro. De repente y tras mucho pensarlo. En corral ajeno y en su propia casa. Por delante y por detrás. Robaban y robaban y volvían a robar. No eran, propiamente, ppiratas. Pero sus sueños, que son nuestras ppesadillas, están llenos de gaviotas. Reidoras, por más señas.

miércoles, 24 de julio de 2013

Aire sería

Azor joven en vuelo de caza. Foto: Jaume Seuma.

Aire sería.
Inmediatez del mundo.
Rumor de alas.

El día y la hora.
Sombras se lo avisaron:
El azor rózale.

Risas lejanas.
Indicios y susurros.
Aire sería.





domingo, 21 de julio de 2013

Ahora o nunca

Momento de lectura, acrílico de Montse Almonacid.

El sol y la lectura:
dos placeres mellizos
que acaban confundidos
en un mismo terror.

Terror a que se acaben.

Que la lectura sea
memoria emborronada,
voz ronca, parloteo
sin aire y sin raíz.

Y que el sol, infinito
astro que suma vidas,
igual que el tiempo suma
toda la eternidad,
salga un día y no estemos:
la primera imposible
jornada del que empieza
a no ser nunca más.



(Nunc & Nevermore, 
anotación en la página blanca final del libro 
Otoño en Madrid hacia 1950, de Juan Benet;
sin fecha, pero escrita hacia 2010,
en algún lugar del Mar Menor.)





viernes, 19 de julio de 2013

Ni a Caín

Lago de Sanabria y San Martín de Castañeda. Foto Wikipedia.

Al volver sobre sus pasos, en uno de sus habituales recorridos meditabundos por las calles de Baeza, Abel Martín sintió el aguijón de una nueva duda y a la vez tuvo lo que creyó una idea luminosa.
«Viajaré hasta Lucerna se dijo, a ver si Manuel Bueno puede orientarme».
Dos días después, ambos personajes, coetáneos y hasta un poco amigos, paseaban junto al Lago de Sanabria completamente entregados a una apasionante conversación que ora versaba sobre las cualidades de la soledad o el color de los campos, ora sobre el sentimiento trágico de la duda o las posibilidades de que el Cristo de Velázquez hubiera sido realmente capaz de hablar en el madero.
¿Y usted cree, don Manuel...? decía Abel.
Más bien poco le cortaba irónico su interlocutor.
No, no, lo que quería preguntarle volvía a la carga Abel es si usted cree que el Cristo de la cruz realmente pudo haber mandado amar a todo el mundo.
De eso no me cabe ninguna duda. El amor fraterno del Cristo era universal.
¿Sin ninguna excepción?
Sin excepción alguna.
¿Y no excluyó a nadie de ese mandato?
Absolutamente a nadie.
¿Ni a Caín?
Manuel Bueno miró fijamente a su amigo, que a su vez lo miraba con ojos mitad suplicantes, mitad inquisitivos. Se pasó dos dedos por los labios, como si quisiera valorar el peso y el tacto de las palabras que iba a pronunciar, y finalmente dijo:
¡Ni a Caín!
Ambos quedaron en silencio, tal vez sobrecogidos por la inminencia de la hora violeta o solo fatigados por los extraños caminos de la razón, que tantas veces vuelve sobre pasos ya andados. Cuando retomaron la vuelta a casa, el sol estaba a punto de hundirse en las aguas del lago y las sombras comenzaban a devorarlo todo.