Patio, balcones, cristaleras. Foto ©️ Pavel Dzelianko. |
—¿Y qué, compadre, cómo se lo trajina?
—¿Lo cualo?
—Ja, ja. Veo que ni encerrado pierde el sentido del humor.
—Ah, es por eso. Lo voy pasando.
—Usted tampoco era de mucha calle que digamos,
—¡Y usted qué sabe!
—Hombre, desde acá lo veo a menudo.
—Ya veo, se pasa la vida en el balcón.
—No sólo. También subo a la azotea.
—A esa no la conozco.
—Y como, además, anda usted siempre vestido con esa ropa de camuflaje, no se me despinta.
—Ya. Pero resulta que sólo me la pongo ahora. Para los ejercicios de resistencia.
—Lleva usted resistiendo toda la vida. No sea modesto,
—Pues en eso no seré yo el que le quite la razón, mire.
—Ah, aprovecho para felicitarle por sus hallazgos.
—¿?
—Y también para decirle que respeto su disciplina...
—¿Mi disciplina?
—Sí, sí...
—¡Pues ya verá cuando le enseñe el cilicio!
—¡Pero cómo es usted!
—Lo digo sin retranca.
—¡Ya, ya!
—Sí, hombre, créame. Que con esto de la reclusión todo el mundo parece haberse olvidado de algo...
—¿Y qué es ello?
—Que estamos en cuaresma.
—Eso es verdad.
—Y hoy es viernes. Viernes de cuaresma.
—Ah, si es por eso... ¡le vendo una bula!
—Y para que quiero yo...
—¿.... una bula vendada?
—¡Se las sabe todas!
—¡Usted sí que sabe!
(Y de balcón a balcón, poco después de las ocho, cada día se saludan como dos viejos... repollos).
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