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«El sueño de Dickens», por Robert W. Buss, 1875. |
Se trata de esa seguridad incomprobable pero imperiosa de que hemos tenido, mientras dormíamos, un sueño decisivo sobre algún asunto de escritura que nos traía de cabeza. Una escena o situación en la que nos ha sido revelado el verso perfecto para un poema, el paso siguiente de un relato, la intervención precisa de un personaje que consigue cerrar de forma sugerente alguna historia, el hallazgo del punto de intersección justo entre la ficción y la realidad por donde discurre la literatura que de verdad nos interesa y nos conmueve.
En algunas de esas ocasiones, tal vez en una sola, la sensación al despertar ha sido la de haber estado en contacto con una obra completa, cerrada, perfecta. Y, lo que es más extraordinario, seguros de haber sido conscientes de estar en un sueño de forma tan aguda, que una de las preocupaciones principales era dejar urdida alguna estratagema capaz de permitirnos recuperar el camino de vuelta hacia el tesoro, ya que algo nos dice siempre en esas ocasiones que no podemos cruzar al otro lado con el tesoro mismo.
Y como apunta Leila, en la confusión del despertar nunca queda nada de tanta perfección, sólo el aura vaga de lo que pudo ser la clave del secreto. Y, si acaso, un hilo de luz invisible entre los dedos que nos vuelve a llevar hacia el cuaderno, el teclado, la pantalla... para intentar atrapar el rastro fugitivo del bulto de una imagen, el fulgor del espacio en blanco, el contorno borroso de la pérdida. O también, como ahora, en la ensoñación en que la lectura de la columna de Lelia Gueirrero me sume, a recuperar la lectura de los diarios de Piglia, algo abandonados en los últimos días en aras del sofoco catalán.