Antonio del Camino en la Galería Cerdán. Foto: Peña. |
Aunque
me han dicho que solo tengo cinco minutos, me tomaré alguna licencia de tiempo
porque en realidad no voy a presentar a un solo poeta, sino al menos a tres, o incluso a cuatro, si tenemos en cuenta algunos oficios allegados al taller del
artista. Así que pónganse cómodos en sus asientos y ármense de paciencia. Pero
que nadie piense que se ha equivocado de acto, el programa es correcto: todas
esos poetas están unidos en una misma persona: la de mi amigo Antonio del Camino.
No
deja de ser una osadía por mi parte haber cedido a la invitación de Antonio, a
la que por otro lado ni podía ni quería negarme. Aquí le conocéis tan bien o
mejor que yo: es un valor seguro de esta casa y un lujo de la poesía
talabricense, y su actividad y presencia se han multiplicado en los últimos
meses, después de —dice él— una larga travesía por el silencio.
Estas
quejas de los poetas ante el abandono de las musas hay que tomárselas con
precaución, al menos en el caso de Antonio, cuya actividad literaria es, como
vamos a ver, multifacética, y si no incesante (que también), sí continuada y
traducida en obras: no creo que estemos, contando los inéditos, ante un cantidad
menor a los mil poemas en su
producción poética, aunque el número no sea significativo, salvo cuando, como
es el caso, va acompañado de una notable calidad.
He
estado releyendo estos días, si no todos, la mayoría de los libros de Antonio y
en esa lectura, además de en la larga experiencia compartida, me fundo para
distinguir diferentes poetas en el poeta. Varias
personas en el verbo a la luz de la penumbra.
Está,
en primer lugar, el poeta, digamos, serio, incluso muy serio. Este poeta
tiene sus orígenes en el adolescente que
arrancó a escribir muy pronto y que, tras granjearse el favor del público «haciéndole
la rosca», al titular su primer libro, artesanalmente publicado en 1977, Vosotros sois poetas…, se embarcó en dos soledades que
podemos considerar como convalecencias del amor adolescente (o juvenil) no
correspondido, tragedias de la edad: la segunda (Segunda Soledad) curiosamente
anterior a Donde el amor se llama soledad, y ambas dos llenas de doloridos soliloquios que, como tantos afanes y
cuidados de aquellos años, quedaron «entre las azucenas olvidado(s)», por
decirlo con un verso clásico. De este segundo libro, ahora al releerlo, he
visto que había subrayado entonces (1980) dos líneas en las que el poeta afirma
que los versos que escribe «no son ya sólo
versos ni poesía / sino el reflejo exacto de lo que son mis noches». Y también
ahora, al releer, he visto que el libro contiene una profecía
biográfica: «y quede en la penumbra
hasta que un día / un nombre de mujer venga a buscarme».