Alejandro durante la lectura de poemas. Foto de Minerva Talaván. |
Sermón de las Nueve palabras
Aunque no estamos en semana santa ni
esto es Valladolid, me ha parecido oportuno organizar mis impresiones sobre el
libro de Alejandro que hoy presentamos bajo la forma de un sermón. Me acogeré,
sin más explicaciones, al sentido que el término tiene en su acepción latina (donde
sermo vale por “habla”, “conversación”, “palabra”) y
al uso que de él han hecho, entre otros autores, el maestro Agustín García Calvo, para considerarlo
no sólo pertinente sino reconfortante. El que el sermón sea de “nueve palabras”,
y no de tres o de catorce, obedece a un motivo bien preciso: nueve son las partes o estancias (habitaciones) en que se divide este libro cuya
estructura Luis Alberto de Cuenca,
en el muy elogioso y ajustado prólogo, define como “eneádica”. ¿Una palabra por apartado, pues? No
exactamente, aunque algo de eso hay. De igual modo que, al fondo de todo esto,
con sonrisas burlonas o sólo mohosas, acaso nos estén contemplando las Nueve Musas.
1. Emboscada. Bajo su
muy ligero, incluso algo
escuchimizado, si bien elegante aspecto editorial, El agua siempre encuentra su
camino es un libro emboscado
y un libro-emboscada. Emboscado, porque
al adentrarnos en él, alegres y confiados por su aparente poca espesura, y
empujados por la cercanía de su lenguaje, no tardamos en percibir que tras los
claros se bifurcan senderos en varias direcciones. Que los nudos en las
cortezas de los árboles se multiplican. Que a las palabras comienzan a
crecerles ramas tupidas. Y que algunos rincones del bosque de signos incluso resultan
algo tenebrosos. Entonces nos asalta la sospecha de que el libro pueda ser una emboscada: una trampa bien urdida cuyo
fin principal no ha de ser otro que capturar nuestra atención. De hecho, las
nueve partes que forman la estructura del libro están estratégicamente
dispuestas para lograr ese efecto. Tienen un orden de lógica narrativa que va desde las poéticas iniciales, a modo de pórtico, hasta la
televisiva y algo burlona «Carta de ajuste» final, pasando por las evocaciones
de la vida familiar, los juegos de la infancia, los senderos del amor y el
desamor, los trazos de la canción (pop) y la tradición (folclórica), el homenaje
a los maestros («los Vivientes») y un somero repaso a algunos de los más
perentorios asuntos de la res publica. Fíjense hasta qué punto no será
emboscado el libro, y su propuesta toda una completa emboscada, que cada una de
estas partes bien podría ser un libro en sí misma. De hecho, algunas lo son. Y
da la impresión de que todas podrían haber crecido más. Estamos, sin duda, ante
una obra de largo recorrido.
2. Juego. De
esta palabra me ahorro el comentario. Pronunciarla tan sólo es ya poner las
cartas sobre la mesa. La ilustraría de buena gana leyendo el poema o conjuro
de la brujas, «Epodo». Aunque, por reflejo del naipe, me conformaré con esta
copla: «Objeción sobrevenida,/ la experiencia avisa en vano:/ nadie devuelve la
mano/ a quien perdió la partida»,
3. Tradición. «El país que no tenga leyendas está condenado
a morir de frío. Y el país que no tenga mitos está ya muerto», escribió hace ya
unas cuantas décadas Georges Dumézil.
Alejandro, en su tetrárquica condición de filólogo-profesor, folclorista,
músico y poeta, no sólo se nutre de algunas de las más arraigadas tradiciones
de estos campos (que vienen a configurar, para entendernos, el viejo mundo
humanístico), sino que quizás tenga en especial estima (o al menos eso me viene
pareciendo a mí) la única verdadera ciencia exacta que existe en los terrenos
del lenguaje: la etimología, con su
permanente indagación en los orígenes de todas las cosas, empezando por sus
nombres. La mayoría de los poemas de este libro, por no decir todos, están
llenos de alusiones, más o menos explícitas, a una tradición cultural que es la
de las grandes mitologías, incluidas las contemporáneas, y la de la exploración
interversal
(mejor que transversal) de los diferentes territorios que, como si fueran
tatuajes, las palabras dibujan en nuestras conciencias. Como dijo alguna vez AGC, la poesía es solo «un caso del
lenguaje y un uso musical del mismo».
4. Música. Dice
LAC en el prólogo que Alejandro
demuestra poseer «un dominio absoluto de
la métrica». Viniendo de quien vienen, son palabras mayores. De arte mayor.
Hay en el juego compositivo del libro una actitud que se complace en mostrar una
gran variedad de formas estróficas. Y así, encontramos desde sonetos de diversa tesitura hasta décimas, tercetos encadenados, bien acondicionadas liras, romances de
varios ecos, e-lejías (sic),
saltarines haikus, dísticos, coplas, soliloquios fechos
al agustiniano modo, o una muy meritoria
aclimatación de la venerable cuaderna
vía (el andariego tetrástrofo
monorrimo) que suena la mar de bien en las «Coplas del 20-N», dedicadas a
lamentar, si la memoria no me falla, la derrota de la izquierda en las
elecciones de 2011. Coplas, por cierto, que tienen un delicado contraste en el leixaprén del «15M», atinada y
pertinente, además de delicada, recuperación de una de las variantes más
sensibles de la lírica medieval galaicoportuguesa. La larga sombra tutelar de
Agustín García Calvo, junto a los propios mesteres
del oficio de filólogo, se percibe en este gusto por la variedad estrófica. Apoyada,
claro está, en un perfecto manejo rítmico que se plasma en versos de muy diferente
medida, sin olvidar el clásico pero algo olvidado pentadecasílabo. Pero ojo: no se trata en ningún caso de un simple muestrario
de modelos. Ni es el oficio de Alejandro el del mero versificador. Este
despliegue técnico está por completo al servicio de un propósito artístico
autónomo y convincente: evidenciar «la
tensión dialéctica que todo poema establece entre el ritmo y el significado»
(AGT). Y desde ahí dar mayor coherencia y credibilidad a esta especie de
crónica vital para encarar el presente que es este libro: «Esta canción que vi
temblar, eterna/ y efímera a la vez, quise traerte:/ jugar a distraerla de la
muerte/ y hacerla sonreír con luz alterna/ tan sólo para ti…» (dice el primer
poema, tan explícito).
5. Aprendizaje (Homenaje o Tributo). El sermón de esta palabra, como los diez
mandamientos, se encierra en dos nombres, a los que el autor homenajea y
recuerda con cariño y gratitud: sus dos maestros, Agustín García Calvo y Antonio Hernández Marín, Aker. Su presencia en el libro es algo más que meramente
testimonial: de hecho son «los Vivientes» y de ellos irradia un poderoso haz
que se extiende por todo el libro. Para mi gusto, uno de los versos más hermosos
y lúcidos de «El agua…» es el endecasílabo que inicia el «Epitafio» dedicado a AGC: «Se podía comer en su memoria». En cuanto a Antonio, ¿cuándo
será posible la publicación de su muy amplia e importante «Obra incógnita»?
6. Cultura-Pop & Psicodelia.
Tampoco insistiré en estas dos palabras unidas en un solo concepto, por más que
las considere claves como perspectivas para encuadrar el libro. Pero nos
llevarían por caminos algo alejados.
7. Humor. Matizado,
muchas veces contenido, el libro está cruzado de principio a fin por un sentido
del humor que me atrevería a calificar de numinoso, cargado de un trasfondo no evidente a simple vista y cuya intención última puede provenir de un secreto
(sagrado): tal vez sea el medio para distraernos, que no evadirnos, de la finitud, de nuestra irremediable condición de «tomas falsas», como se apunta en otro de los poemas. Es curioso que el humor esté tan cerca del
amor: la parte dedicada a los caminos de Eros es un recuento, menos mal que
bienhumorado, de catástrofes sentimentales. Aunque de todo hay.
8. Entusiasmo. (Atención, spoiler:
el sermón se convierte en mítin). Vivimos
tiempos de bullicio y decadencia. Un
profundo pesimismo, probablemente bien fundamentado, amenaza con conducirnos,
si no lo estamos ya, hacia los arrabales de una nueva catástrofe. Una babel
cibernáutica, robótica y crecientemente zombificada se extiende en todas
direcciones y puede estar a punto de vaciar de sentido todas nuestras
conversaciones, emborronando con una lluvia de códigos ilegibles de Matrix
nuestro lenguaje. En tales circunstancias, estamos necesitados de
revulsivos para no perecer. Y lo que siempre hemos llamado poesía, aunque
parezca ingenuo (tal vez lo sea), se nos aparece como una corriente subterránea,
una suerte de energía luminosa pero también oscura, capaz de conducir y
extender la fuerza necesaria para hacer aflorar las palabras verdaderas: las
palabras capaces de cumplir lo que dicen. Es legítima, imprescindible la
desconfianza frente a los demagogos de muy diversa índole. Pero también es
necesario desconfiar y defenderse de los chupasangres. Y, sobre todo, tener la
capacidad de comprender que muy probablemente ambos son lo mismo. Frente a los
populismos y popularismos hay que volver a dar un sentido más puro, como quería
el poeta, a las palabras de la tribu, del pueblo (incluida, por cierto, la
palabra «pueblo»). Este libro de Alejandro, desde el enunciado mismo de su
título, es una apuesta en esa línea: juega, discurre, corre, en la misma
dirección y con similar fuerza a la de los versos con que Octavio Paz cierra su
«Piedra de Sol», donde la voz de la poesía se ve como: «un caminar de río que
se curva,/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre:». Tal vez este sea
ya el único posible entusiasmo.
Y 9. Complicidad. Es la última palabra, pero también
la más pertinente. Luis Alberto, en su prólogo, pone el dedo en la llama al hablar
de «Poesía cómplice». A lo largo del libro la apelación a la conciencia del que
lee como parte imprescindible del juego está presente en muchos poemas,
incluidos, por supuesto, los amorosos, como en este «Amor exento»: «Donde se
puede estar/ sino en el cruce de ambos mundos./ Mis pies en las tinieblas;/ mis
labios en los tuyos».
Esa “búsqueda del interlocutor”, del lector cómplice, cuya presencia es necesaria para que se cumpla el ser del poema y sean visibles, reconocibles y operativos los «trazos de la canción», es la apuesta y la propuesta de este libro que, como el agua que le da título, llega al fondo de nuestra sensibilidad y nos alegra el ánimo con la música de sus palabras inteligentes, claras, pero también abiertas al misterio.
6 comentarios:
Decir que este señor presentador tiene la facultad de embelesarnos con su dominio del lenguaje, por lo que entiendo haya sido un gran acierto su Sermón.
Aprendo de ti, Alfredo cada vez que te visito, gracias. Igualmente me alegra que te haya tocado esta labor siempre gratificante y más en el caso de este chico que veo promete mucho.
Un abrazo
¡Ay, señor, la cabeza ya no me da! No es que estén cerca, Alfredo, sino que se me va el baifo, que decimos por aquí, vd perdone!
Un abrazo
Bueno, Virgi. No te pasa a ti sola, ni tiene la menor importancia. Gracias por tu permanente atención. En ella, procurando mantenerla en lo que importa, seguimos. Besos, baifos y cuerdos (o viceversa).
Con sosiego y tiempo, me he puesto por fin con la lectura de esta presentación, en la que hubiera estado de no ser por ese mal inoportuno que aún me afecta y del que uno confía salir en breve. Me hubiera gustado oírte de viva voz este largo y suculento sermón (aunque, dicho sea de paso, oigo tu voz mientras lo leo), y me hubiera gustado acompañar a Alejandro y escuchar su verso en primera persona. No pudo ser y espero que otra vez sea. Enhorabuena a ambos.
Un fuerte abrazo para los dos.
Hey...
Gracias, Antonio (no sé que ocurría pero no podía publicar comentarios). Por supuesto que nos acordamos de ti. Alejandro quedó en mandarte el libro, quizás ya te haya llegado o estará en camino. Por cierto, su título bien podría servir para una amplia antología de tus poemas... Espero que la "inoportuna" haya ido cediendo. Ya hablamos. Otro abrazo.
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