He sido uno de los mil millones de personas que, según las más fiables
estimaciones, siguieron en directo a través de la televisión el exitoso rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José de Chile desde el pasado 5 de agosto, retransmisión ya transformada en uno de los acontecimientos globales más importantes de la historia de los medios de comunicación y probablemente el más seguido a través de Internet.
|
Los seis 'rescatistas' o 'rescatadores', ya solos, en el fondo de la mina. Foto Efe. |
Un suceso cuya emotividad y dramatismo, su inmenso poder mediático, sus explotaciones políticas (en varias direcciones) y su valor como logro técnico y organizativo son sólo algunas de las muchas perspectivas psicológicas, sociológicas, económicas, industriales, laborales... desde las que puede ser contemplado, y desde las que sin duda será analizado, revisado y repensado en el futuro. Lo cierto es que ya ha hecho correr ríos de tinta, sobre todo electrónica.
Y ello por no hablar de los diferentes récords y marcas que han quedado establecidos o han sido superados (mayor rescate minero de la historia, días de permanencia bajo tierra, profundidades salvadas...) durante el desarrollo de esta tragedia felizmente reconducida hacia una verdadera historia de salvación, con resurrección incluida, como sugiere el mismo nombre del renaciente ave Fénix elegido para designar al artilugio mediador, toda una valiosa pieza de museo (en realidad, dos) cuyo diseño parece haberse inspirado en alguna edición ilustrada de una novela de Julio Verne.
Y sin que falten, tampoco, las siempre oportunistas simbologías numéricas, entre las que la más llamativa quizás sea la de que el rescate de los 33 hombres haya culminado el 13 del 10 del 10 (cifras que suman 33)...
Como «suceso televisivo», el rescate de la mina del desierto de Atacama ha sido comparado a la llegada del hombre a la Luna (el primer acontecimiento universalmente retransmitido), a la primera guerra del Golfo (la primera vez que se televisaba a hora fija un conflicto bélico) o el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York (el primer día de todo lo que vino después).
Y es verdad que tiene esa categoría. Aunque a mí lo que no dejaba de rondarme por la cabeza, tal vez como revancha imaginaria de una tragedia "televisiva" especialmente dolorosa, eran las imágenes angustiosas de
Omaira Sánchez, la niña colombiana que quedó atrapada a causa de la explosión del volcán Nevado del Ruiz y a la que prácticamente vimos agonizar ante las cámaras, sin que fuera posible su liberación. Ocurrió hace ahora casi 25 años: entre el 13 y el 16 de noviembre de 1985.
Rico idiomaEn medio de la fascinación con la que seguí, de forma intermitente y combinada con otras actividades pero con continuidad, las largas horas de la Operación San Lorenzo, uno de los aspectos que volvió a centrar mi interés (suele ocurrirme siempre que la fuente de la noticia es la América hispana) fue la cuestión idiomática. En concreto, la riqueza expresiva del español de allá, la calidad y calidez con que gentes de diferentes condición social, y en particular de los estratos más humildes, son capaces de contar sus sentimientos y exponer sus opiniones.
Y de nuevo volví a pensar que ese envidiable uso popular del poder de las palabras nos ayuda a ensanchar los cauces expresivos de una herramienta de comunicación, nuestra lengua española, sobre la que demasiadas veces la minoría hispanohablante de acá (apenas el 10 por ciento del total) tenemos un sentido excesivamente patrimonial, acaso ligado a otros sentimientos posesivos que se traducen en algunos prejuicios sociales conocidos por todos.
Lo cierto es que, junto a la espectacularidad de algunas imágenes (incluidas las del interior de la mina, tan irreales como inquietantes) y frente al jabonoso discurso político y patriotero, daba gloria oír hablar a muchos de los protagonistas de esta epopeya, y en especial al más dicharachero de ellos, Mario Antonio Sepúlveda, cuyo relato me parece que tiene valor literario.
|
Mario Sepúlveda, aún en el interior de la mina. |
«Estuve con Dios y estuve con el diablo –declaró Sepúlveda una vez rescatado–. Me peliaron y ganó Dios, me agarré de la mejor mano. Lo único que les pido es que no me traten ni como artista ni periodista. Yo quiero que me sigan tratando como el Mario Antonio Sepúlveda Espinaze, el trabajador, el minero. Yo quiero seguir trabajando porque creo que nací para morir amarradito al yugo, como digo yo. La vida a mí me ha dado cosas muy lindas... me ha tratado muy mal, me ha tratado muy duro. Pero ¿les digo algo...?: creo que he aprendido cosas maravillosas y a tomar los buenos caminos de la vida.»
'Rescatistas' versus 'rescatadores'Junto a esta brillantez oral, los caminos del lenguaje a un lado y otro del océano me han dejado una duda: ¿cómo deben ser llamados los valientes profesionales de la seguridad que hicieron posible el salvamento de los 33 enterrados?
La prensa y los medios de comunicación españoles los llaman
rescatadores, por cierta lógica de uso y en coincidencia con la
Disney. En América, en cambio, es notorio que se prefiere el término
rescatista, que por estos lares sin duda nos suena, en principio, raro. La RAE no lo recoge en sus obras de referencia, ni siquiera en el
Diccionario panhispánico de dudas, aunque es posible que esté en el nuevo
Diccionario de americanismos, que no he podido consultar. Tal vez el lingüista y académico cubano Humberto López Morales ofrezca pistas válidas para enfocar esta y otras discrepancias en su obra
La andadura del español por el mundo, a la que acaban de concederle el
premio de ensayo Isabel Polanco en su segunda edición.
Sin embargo, si uno lo piensa bien y va repitiendo la palabra y ablandado la extrañeza, ¿no acaba pareciendo más razonable llamar a estos especialistas de un trabajo altamente cualificado con un término que está en la línea de socorrista, paracaidista, equilibrista o incluso periodista?
Los expertos dictaminarán, pero con su valiente acción los rescatistas chilenos ya han llevado este nombre desde la mina al corazón del idioma. Y esos latidos deberían recogerse en el diccionario.