Me gusta el cine de Alejandro Amenábar.
Disfruté pasando miedo en Tesis, película con la que, además de recorrer a ritmo de pesadilla inéditos pasadizos de un escenario familiar (los de la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid), pude recuperar la expresión firme y aterrada de los ojos de Ana Torrent, esa mirada que nos sigue interrogando desde la inolvidable colmena de Erice.
Soñé varias noches seguidas con el inquietante rompecabezas psicológico de Abre los ojos, a cuyas escenas les estuve dando vueltas durante mucho tiempo hasta descubrir (quizás influido por su muy pálida versión americana, aquella farragosa Vanilla Sky de Tom Cruise) que había algo de trampa en su laboriosa complejidad.
Me agradó respirar la atmósfera húmeda de los miedos infantiles (la curiosidad irrepetible de la infancia como verdadera llave del reino del terror) y recorrer los viejos escenarios de cine clásico tan bien recreados en Los otros, aunque un desenlace similar recién anticipado por El sexto sentido amortiguase el impacto de la "vuelta de tuerca" final.
Apenas pude contener las lágrimas en Mar adentro, ese sensible canto a la vida escrito en el mundo del dolor real por el tetrapléjico gallego Ramón Sampedro (aún conservo el recorte de su valiente testamento publicado en El País) y que Javier Bardem, junto a un coro de actores sin voces disonantes, convirtió en un hito de la interpretación.
Con todos esos antecedentes acudí el pasado viernes al estreno de Ágora, la última y muy esperada obra de Amenábar, tras el estrés del Oscar y cinco años de silencio.
En una de sus declaraciones el director acababa de decir que con su nueva película había empezado haciendo «una de marcianos» y que al final le había salido «una de romanos». También que su impulso inicial fue rodar un filme sobre astronomía, un tema que le apasiona desde que durante una travesía marina quedó subyugado por la inmensidad del cielo nocturno.
Ciertos avisos sobre la dura crítica contenida en Ágora contra el furor fanático de esa deriva del cristianismo que, tras su triunfo político, prefirió al mensaje de las bienaventuranzas la conversión de la cruz en signo del poder –rumores en parte anticipados por un ronco frufrú de sotanas preconciliares parecido al que rodeó el estreno de Mar adentro o, más recientemente, el de ese valiente ataque frontal a la manipulación religiosa del dolor filmado por Javier Fesser en Camino– contribuían a crearme un ánimo expectante.
Y con él acudí al cine, dispuesto a sumergirme en la recreación de la Alejandría tardohelenista, a caballo ente los siglos IV y V, y a disfrutar de la incorporación a la gran pantalla de la muy atractiva personalidad de Hipatia (o Hypatia: elijan la grafía), ese solitario ejemplo esgrimido en letra pequeña en las enciclopedias y manuales especializados para subrayar la contribución de la mujer al desarrollo de la matemática, la astronomía y la filosofía en plena decadencia del imperio romano.
La experiencia, lo digo de antemano, fue frustrante. Aunque contiene secuencias de gran belleza y exhibe un dominio notable de ciertos procedimientos, un poco al estilo Google Earth, para crear la «perspectiva cósmica» (Carl Sagan al fondo) desde la que se quiere contar la historia, Ágora me parece una obra fallida.
No es ya sólo, como han señalado algunas críticas, que el poderío técnico sea incapaz de encubrir una carencia casi total de emoción en este relato (y denuncia) del triunfo del fanatismo frente al ejercicio de la razón y la tolerancia. Es que la historia, aún admitiendo que en líneas generales pueda ser fiel a (o recree con verosimilitud y esfuerzo) lo poco que a ciencia cierta se sabe de la peripecia biográfica de la matemática y filósofa neoplatónica, no consigue sobrepasar los límites de la viñeta histórica.
Eso sí, dibujada con gran destreza plástica y muchos y muy vistosos artificios técnicos, incluyendo los veloces movimientos de cámara en fuga cenital con que están filmadas algunas escenas violentas de masas, un recurso eficaz para subrayar, por ejemplo, el ciego fanatismo de las hordas cristianas (los bárbaros parabolanos y su parafernalia de estética talibán), que acaban transformadas en un histérico ejército de diminutos roedores o, finalmente, en una plaga de devastadores insectillos. Una poderosa metáfora visual quizás destinada a levantar ampollas y que probablemente tendrá secuelas.
En consonancia con las preocupaciones astronómicas y matemáticas de la protagonista, que son una de las partes fuertes del irregular guión, la película también ofrece visualmente una perspectiva kepleriana del universo que da pie para que el punto de vista de la cámara simule situarse a veces, mediante hermosos insertos, en un hipotético telescopio astronómico (algo así como el Hubble o la visión que puedan tener los astronautas de la Estación Espacial Internacional).
Y aunque esa intención de subrayar en su nimiedad relativa los problemas de un pequeño planeta perdido «en la inmensidad del océano cósmico» incita a levantar la mirada y apunta hacia una reflexión de profundo calado (no es difícil ver en el conflicto político y religioso recreado un trasunto de los problemas del mundo actual), la historia acaba fatigando con su ramplona (por poco matizada) divulgación de tópicos culturales o inquietudes más o menos metafísicas (o estrictamente científicas) y que, en el mejor de los casos, sobrevuelan el relato como un telón de fondo de ricas sugerencias pero que apenas consiguen encarnarse en nada verdaderamente vivo.
Quizás el problema estribe en que Amenábar ha apuntado en demasiadas direcciones a la vez, tanto desde el punto de vista técnico como temático, y se ha olvidado de construir una trama lo suficientemente rica e intensa para encauzar tanto despliegue. Me da la impresión de que su papel de director se ha escorado hacia la sin duda compleja resolución de dificultades de producción y escenografía, y ha descuidado la dirección de actores (pese a contar con un reparto de relieve internacional), el ritmo de la historia, la riqueza de los diálogos (especialmente torpes en la primera parte), la construcción convincente de los personajes..., en fin, la carne narrativa necesaria para que las imágenes, además de su énfasis espectacular, pudieran contener un relato capaz de implicar al espectador.
Algún crítico ha apuntado que uno de los méritos de la película es que sus decorados, a diferencia de lo que suele ocurrir tan a menudo en muchas superproducciones, no caen nunca en la burda apariencia del cartón-piedra. Y es cierto. Los paisajes urbanos alejandrinos, la soberbia ubicación de la ciudad, presidida por el famoso Faro, los espacios interiores de sus edificios públicos (la Biblioteca, el Serapeion, los templos...), todo está retratado con extraordinaria verosimilitud y justifica el millonario presupuesto.
Pero me parece que no puede decirse lo mismo respecto a la construcción de los personajes, más allá de que sus atuendos y caracterizaciones externas estén igualmente bien inspirados en documentos gráficos de época, como los retratos funerarios del yacimiento egipcio de El Fayum. Quienes acudan al cine, como era mi caso, predispuestos a enamorarse de un personaje tan cautivador como esta mártir de la ciencia apenas recordada por la historia, creo que tendrán que aguardar otra oportunidad.
La inteligente y bella Hipatia retratada por Amenábar está tan lejos del nudo de sentimientos contradictorios que se tejen a su alrededor que su lucidez y su heroísmo acaban pareciendo impostados. Es un personaje carente de realidad carnal, ausente, casi ajeno, salvo en contadas escenas, a todo lo que no sea el discurso teórico. Una Hipatia dibujada, curiosamente, de forma elíptica, en un relato que cifra en la elipsis su genial (y quizás sobreañadida) intuición del movimiento de los astros.
No he podido comentar aún la película con mi colega y sin embargo amigo el cinéfilo Alonso, que es algo así como mi maestro zahorí en los terrenos de las ficciones filmadas. No sé si sus siempre atinados comentarios remediarán, como otras veces, mi posible ceguera. Me parece que no será el caso. Pero quién sabe.
Con un coste de producción de 50 millones de euros, que la convierten en la película más cara del cine español, y una presumible recaudación (1,2 millones el día de su estreno) que seguramente la aupará al primer lugar del ranquin nacional del taquillaje, me temo que estos, junto a algún truco técnico, serán los únicos y perecederos motivos por los que el quinto filme del joven maestro perdurará en la historia del cine.
Esperemos que sólo sea un paso en falso en la trayectoria de un director cuyas demostradas destreza y ambición artística dan pie para seguir albergando grandes esperanzas.
Fotografía: Alejandro Amenábar da instrucciones a Rachel Weisz (Hipatia) durante el rodaje de la película.