Split. Palacio de Diocleciano. © AJR, 2011. |
miércoles, 31 de diciembre de 2014
Salir del agujero
lunes, 22 de diciembre de 2014
Feliz Navidad
viernes, 19 de diciembre de 2014
Un regalo navideño: «¡A mí la Lima!»
Por mero azar de ventura, aunque de lejos guiado por las buenas vibraciones de mi amigo Darabuc (su blog, aunque ahora inactivo, es un pozo sin fondo de pistas valiosas), he dado con este hallazgo en verdad novedoso, aunque al parecer lleva ya un par de años dando vueltas por las nubes. Y es, además, una actualización de un invento surgido en las entrañas de Oulipo, el vigoroso laboratorio de escritura potencial cuya energía parece aún lejos de agotarse. De hecho, muchos de sus procedimientos, en permanente renovación, se siguen mostrando particularmente idóneos para, como sugiere la sigla que cifra el nombre de este ingenio, librar a las almas sensibles de las prisiones letales que engendra el tedio.
Se trata, tachín, tachín, de nada más y nada menos que de La Increíble Máquina Aforística (LIMA), un artilugio que parece sacado de aquellos inventos del TBO que tanto nos gustaban de niños. O de los más recientes pero también ya muy veteranos forgendros. Aunque, a diferencia de unos y otros, esta máquina funciona de verdad, en el mundo real real, no sólo en el real imaginario, como podrán comprobar con el simple gesto de clicar sobre la última palabra de este texto (¡no huyan aún!) y seguir luego luego, como diría Cervantes, las instrucciones que verán en el lugar al que tan simple gesto, si todo funciona, ha de llevarles.
He aquí una hermosa y muy útil herencia de la vieja sabiduría patafísica y de las corrientes que entienden la escritura ante todo como un juego, y en consecuencia sostienen que el azar puede ser uno de los más valiosos aliados del arte. Al fin y al cabo, ¿qué es la creatividad sino un paciente y continuo olfateo del mundo y sus espacios interiores para descubrir el curso de los vientos favorables?
La fabulosa LIMA tiene detrás una historia muy intensa y más letra de la que aquí y ahora sería pertinente deletrear. Ya lo advertirán por ustedes mismos a poco que le presten una pizca de su valioso tiempo. Y más, mucho más, si se entretienen con las interesantes explicaciones de su hacedor, el escritor e ingeniero informático Ginés S. Cutillas. Y, sobre todo, si se lanzan con entusiasmo a darle a la manivela y prestan atención despierta a los resultados.
Por mi parte, confieso que, si fuera twittero o mero partidario del nuevo gay trinar, este descubrimiento me habría puesto al borde del suicidio. E incluso un paso más allá: con los pies en el aire. De modo que algo valioso puedo agradecerle ya a mi proverbial y algo viejuna (lo reconozco) renuencia a transitar ciertas redes sociales. Al menos hasta ahora.
Lo cierto es que, lejos de esas pesadumbres, y decidido a seguir empleando la mirada infantil, que acaso sea la única capaz de hacernos soportar lo insoportable del interminable ciclo navideño, quiero pensar que LIMA es el regalo cibernáutico que ese gordinflón perseverante que es Papá Noel me ha dejado junto al árbol. Milagro y gordo, ya digo, lindante con la pura maravilla, máxime si se tiene en cuenta que este año en la Posada no hay árbol que valga.
Y como tal dádiva de Navidad, quiero compartirla con todos los amigos y visitantes de este albergue, a quienes deseo (empezando por usted, amigo o amiga, que quizás está leyendo esto ya con un poco de impaciencia...) unas muy felices fiestas. Y que 2015, además de próspero, sea el año en el que, impulsados por la alegre marea de las frases que tienen en su principio su final y en el final su principio, por fin podamos salir al espacio exterior y gritar: «¡A mí la Lima!»
(AJR: 4, 9; Palíndromos ilustrados, XXXIX)
lunes, 15 de diciembre de 2014
Adiós, linda amiga
En la madrugada del pasado sábado falleció nuestra querida amiga María Teresa (López Mayo). En la mañana el domingo, sin duda el día más triste de este invierno anticipado que nos ha caído encima, le dimos tierra en el cementerio de La Almudena, bajo una gélida llovizna convertida en algo más que un accidente meteorológico. Hablo en plural porque la condición de nuestra amiga Maritere, un ser luminoso que siempre estuvo del lado de la belleza, era la de hacer de puente entre quienes (y somos muchos) tenemos la suerte de haberla conocido y haberla disfrutado como amiga durante tantos años... aunque, finalmente, qué pocos y veloces. En mi caso, han pasado casi treinta y cuatro desde que, en junio de 1981, coincidimos trabajando en Salvat. Y ya nunca dejamos de vernos, de tratarnos y de querernos. A su delicadeza, sensibilidad, inteligencia y cariño le debo tantas cosas, que no es este ni el lugar ni el momento para tan siquiera intentar reflejarlas. Incluso esta misma nota se me hace de escritura difícil. Y tan insuficiente...
Hoy (ayer ya, en este día tan largo), Santiago, su compañero y alma gemela, y los amigos del antiguo coro de la Unesco, al que Maritere también perteneció, le dedicaban, entre otras hermosas canciones, la delicada pieza del Cancionero de Palacio que en el vídeo interpreta Amancio Prada. La grabación no tiene mucha calidad y carece de la riqueza polifónica con que la obra original fue compuesta. Pero está llena de emoción. Y corresponde, además, a una fecha cercana a cuando nos conocimos. Así que me resulta fácil imaginar que soy yo mismo quien la canta. Un disparate tan desproporcionado que, ahora mismo, mientras la escucho, estoy sintiendo en mi cabeza, y en el corazón, la risa con que tantas veces Maritere, generosa, comprensiva, divertida, además de sufridora de mis más bien limitadas dotes para el canto, solía celebrar mis gansadas y ocurrencias. La música da cauce a un sentimiento que va mucho más allá de las lágrimas. Adiós, dulce amiga, nunca dejarás de estar con nosotros.
sábado, 13 de diciembre de 2014
Espantapájaros
Un cuento de invierno, triste como el frío, pero contado con hermosas imágenes, en la voz del desaparecido Sancho Gracia.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Laboreo
El caballero
de la triste figura,
mientras me afeito.
En lo no dicho
reside su secreto.
Por eso mismo.
No habla a la mente,
al corazón que piensa
con su ritmillo.
Ventas, molinos,
castillos o gigantes,
dioses y diablos.
Cuánta locura
con su locura cura
mi don Quixote.
Cómo entenderle
el alma al que la lleva
tan transparente.
Jerónimo Elespe: Abril.
sábado, 6 de diciembre de 2014
El pan de la infancia
¿Alguien sabe, recuerda o tiene noticia de si hubo una vez, hace más o menos medio siglo, un tipo de barra de pan que recibía el nombre de fabiola? Ahora que ha fallecido la reina de los belgas, española de alcurnia, hermana de aquel genio caradura del monóculo, su nombre, Fabiola, además de a viejas novelas de romanos, me sabe a la hierba de la infancia, en concreto a su pan. No podría jurar que no sea este un falso recuerdo, ni lo contrario. Aunque si pienso que rebeca fue el nombre que tuvo, también por aquel entonces, una prenda de vestir así llamada por la protagonista del filme homónimo de Hitchcock (eso lo supe mucho después), lo recordado adquiere cuerpo y se ilumina con tanta precisión que parece como si el hecho en que se funda acabara de ocurrir y estuviera recién horneado. ¿No lo huelen? Es lo que tiene el pan de la infancia: se mastica a lo largo de toda la vida. Puede que sea el único verdadero alimento. O al menos el único digno de ese nombre.
Y es lo que pasa hoy, 6 de diciembre, con el rostro agrietado de la señora Consti (¡qué crudeza!). Acabo de leer en El País de papel un artículo del profesor Santos Juliá que desarrolla con suficiente extensión y claridad lo que yo mismo pienso, salvo por algunos matices, acerca de la encrucijada institucional en que estamos sumidos. Coincido en que, al tiempo que es preciso reformar lo que ya no sirve, también es necesario reivindicar, en estos tiempos crudos, lo que en nuestra juventud fue, sin duda y con todas las salvedades que se podrían hacer, un triunfo de la creatividad frente a la inercia, de la generosidad frente al rencor y, acaso con mayor precisión, el fruto del esfuerzo que unos y otros estábamos haciendo para sacar el arado de la historia del surco de Caín. Y ahí lo dejo.
Con el paso de los años, los estratos de la vida, quizás porque hay algo en el tiempo que se mueve en espiral, tienden si no a confundirse sí a solaparse. Hoy, sobre la piel fría de este día ya preñavideño (sic), en mi conciencia se superponen el pan de la infancia y el entusiasmo de la juventud. De algún modo que sería complicado desmenuzar (aunque puede que ya esté hecho, o al menos desmigado), una y otra querencia me impulsan a lanzar, sin estridencias pero con convicción, un saludo vibrante, que no llega a ser un grito, aunque lleva expreso el deseo de que se oiga bien: ¡Viva la Constitución!
Muchacho con una cesta de pan, de Evaristo Baschenis, 1655.
miércoles, 3 de diciembre de 2014
Allí ve Sevilla
Siempre que tomo el bus 9, que va de Hortaleza a Sevilla, generalmente en la parada de López de Hoyos casi esquina a Fernández Oviedo, caigo en la cuenta de que esto no es Buenos Aires. En principio, me alegro, claro. Nadie rompe la realidad impunemente, ni siquiera en sus segundas acepciones, sean estas ecológicas o no. Pero después siento una nostalgia extraña y hasta estruendosa, contra la que no puedo luchar, y avanzo por las calles de Madrid como Martín Fierro por la pampa. La ensoñación suele durarme hasta el viejo palacio mudéjar de ABC o, como mucho, hasta el Museo Arqueológico, nada más dejar atrás la grande bandera de Colón, manda güevos, que corta el viento a todo trapo entre las más bien cubistas naos de piedra. Ya en Alcalá, miralá, miralá, soy otro hombre. Al descender en la isleta de Cibeles, echo una moneda al aire para decidir el rumbo. Según sube el cobre, a veces me quedo escudriñando el cielo, golpiado por su proximidad, pasto fácil de su desmesurada belleza, entre las corrientes contrarias del gentío y un marcado sentido personal del embeleso bobo, que no es más que un modo fácil de manejarme con la cámara lenta. Si sale cara, me dirijo hacia el Círculo y, a la sombra de su Minerva poderosa, doy el día por salvado. Pero si sale cruz, tampoco importa. Lo que se decide con esa pequeña inspección del azar tiene menos valor que el hecho de haber llegado a las cercanías de Sevilla y poder comprobar que sigue allí, en la pared de siempre, la escueta sombra grafitera que un día, cuando laboraba de «turronero» en el antiguo edificio de Correos, sección Buzones, me dio la bienvenida al nuevo tiempo que entonces comenzaba a abrirse en mi vida y que ahora, más de cuatrocientos años después, aún me conmueve hasta estirar un poco el pergamino de mis lívidas mejillas y ponerme al borde del milagro. Quién estuviera vivo para poder llorar. O reír. A mandíbula batiente, cómo si no.
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