viernes, 30 de agosto de 2019

Da Vinci en Los Narejos del Mar Menor

No conozco ningún lugar donde sea más fácil nadar que en algunas playas del Mar Menor, especialmente en la de Los Narejos. Podría equipararse incluso a las del Mar Muerto, tanto por condiciones de salinidad como por expectativas de destino. El caso es que, como me decía anteayer mismo un anciano algo mayor que yo, en este litoral, para mantenerse a flote, «no hay que hacer nada». Podría considerarse en este sentido una playa zen —también (chiste va) poniéndole todo el “alma” por delante: en esta época del año multitudes la pisan— y no dudo de que en ella —y ahora voy a justificar el título— el mismo Leonardo se sentiría feliz de experimentar en cuerpo propio las infinitas posibilidades circulatorias y fluidas de su ideal hombre de Vitruvio: la facultad de extender y prolongar huesos, músculos, tejidos y auras hasta el límite de lo posible, aprovechando una situación tan placentera como poco accesible al humano corriente cual es la de la casi ingravidez que propicia la extrema salinidad. Siempre ha sido muy fácil nadar en este mar interior, carente salvo excepciones de oleaje, plano y brillante como aquel plato de refulgentes algas que Alberti convocaba, según mi viejo amigo Virgilio Pérez-Clotet, en un poema (nunca comprobé la exactitud de la cita). Pero en los último tiempos —alguien dice que por efecto de la creciente eutrofización de las aguas, o sea, por el exceso de compuestos orgánicos en ellas— la facilidad para mantearse a flote es en verdad impresionante. Así que en mi reciente estancia en la zona he aprovechado esa circunstancia para convertir cada jornada de baño en la variante de una sesión de yoga —para el saludo al sol sólo hace falta abrir los ojos— y en una especie de simulador de ingravidez espacial. Y es que basta con mover las piernas en posición horizontal levemente inclinada para que el hombre de Vitruvio se ponga en suave movimiento, y al poco, sin necesidad de grandes facultades ensoñadoras, uno tenga la sensación de que algo así debió de ser el milagro aquel del mar de Galilea que llevó al más descreído y cabezón de los apóstoles a andar sobre las aguas como Perico por su casa, y nunca mejor dicho. Quien lo probó..., etc.
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