lunes, 23 de septiembre de 2013

Mutis


Hubo un tiempo
que aún no se ha cumplido 
en que yo también quise 
ser Maqroll el Gaviero.

Para Álvaro Mutis, in memóriam.

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Juan Luis Panero: el truco final

Juan Luis Panero. Foto: José Luis Huesca.
Ha muerto el poeta Juan Luis Panero. Durante años tuvo que afrontar el equívoco de ser el «hermano malo», pedante y antipático, de El desencanto. Algo así como el cómplice estético, aunque no moral, de su padre, el ogro de aquella historia que sin duda fue el primer estriptis completo (aunque muy particular) de algunos de los demonios familiares de toda una época. Por ciertos gestos e incluso por la manera, algo engolada, de estar ante la cámara vino a quedar como un decadente frente a la irrupción salvaje del vidente libertario  (Leopoldo María, en los inicios de su lenta y casi pautada empresa de «autodemolición») y a merced de la crítica directa de la parte más joven de la tribu (Michi). Lo curioso, pasado el tiempo, es que los nerviosos diálogos, con su filo familiar de ajuste de cuentas, entre el hermano mayor y el pequeño, algunos de ellos ante la presencia de esfinge de la madre, son escenas de la película que aún siguen resultando elocuentes. Cuando las aguas del fervor malditista se remansaron y fue posible ver con una perspectiva más amplia, en el mayor de los Panero se reveló un poeta de hechuras clásicas, de querencia borgiana (tal vez más anunciada que cumplida) y de fondo un tanto previsible, pero de voz bien acordada y cadencia sentenciosa. Muy consciente, sobre todo, de las máscaras. Y capaz de desvelar, tras la última, quién sabe, la carencia de rostro: los infinitos pliegues en que nos envuelve la cultura; su abrigo frente al frío de la muerte. «Niño, saluda al Sr. Eliot», recordaba en la película que le había dicho su padre en Londres, un día de su infancia. Juan Luis Panero es un poeta que nos permite estar a su lado (no siempre puede decirse eso de su hermano). En sus libros la poesía aparece como una variante noble de una imagen que él mismo utilizó, en plural, como título de uno de sus poemas y que me parece que es una definición brillante del escribir: un juego para aplazar la muerte, para hacer frente a sus trucos. A la postre, ya se ve, tarea inútil. ¿Pero qué otra cosa pueden, podemos, hacer los mortales ante el truco final? Ya lo decía también JLP en su poética, que copio abajo, como mínimo y sentido homenaje. Descanse en paz.


Arte Poética

La larga, lenta lengua de la muerte
ha lamido la mano del que escribe.
lucidez o locura, nadie sabe:
solo quedan palabras, palabras deshaciéndose.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Tic tac, tic-tac, tictac



Nunca me han gustado los relojes. Hace más de treinta, quizá cuarenta años, que no llevo uno en la muñeca. Ni en ninguna parte de mi cuerpo. A no ser eso que llaman el reloj biológico, que es una metáfora, cruenta por más señas, y no cuenta. Y si se exceptúa el reloj del móvil, que es el único que a veces consulto. Pero no tanto para saber la hora como para precisar el día. Y eso solo si no lo he podido averiguar ya por la cabecera del diario. La hora la suelo mirar en el ordenador. O por el sol, vieja querencia apache. Así que las recomendaciones "publicitarias" de Cortázar (¿qué pensaría el Gran Cronopio de saberse así doblemente utilizado, en palabras y dicción?) llueven sobre mojado. Tiempo líquido, como los horrorosos relojes blandos del delirante Dalí. Ahora que lo pienso, quizás la prevención contra el cronómetro se me acentuó con aquel pasaje de Gulliver muy tempranamente leído, y que es un placer buscar, localizar y copiar ahora aquí (en la traducción de Pollux Hernúñez para Anaya, algo añeja pero con indudable sabor cervantino).


De la landre derecha, que albergaba en el fondo una maravillosa variedad de máquina, colgaba hacia afuera una gran cadena de plata. Le indicamos que extrajera lo que quiera que hubiera al final de aquella cadena y que parecía ser una como esfera plana, mitad de plata, mitad de algún metal transparente, pues en la parte transparente se veían ciertos signos extraños dibujados en círculo, que pensamos que podríamos tocar hasta que vimos como los dedos se nos paraban ante aquella materia translúcida. Nos acercamos a la oreja este aparato, que hacía un ruido continuo como el de una aceña, y conjeturamos bien que se trataba de algún animal desconocido, bien del dios que él adora, aunque nos inclinamos más por lo último porque nos aseguró (si es que entendimos bien, pues se expresó muy imperfectamente) que pocas veces hace algo sin consultarlo. Lo llama su oráculo y dijo que indicaba la hora de cada acción de su vida.

Deduzco, a posteriori, que no llevar reloj es una forma de mostrar mi agnosticismo frente al dios del tiempo. Sin duda, una rebeldía inútil. Pero necesaria. Da gusto sentir que le podemos pegar una patada a Cronos en el cielo de la boca, aunque sea mientras nos engulle.


«El reloj de Gulliver», de G. Pérez Villalta.
Círculo de Lectores, 2004.


(Tiempo contado, viernes 13 de septiembre de 2013, a las 13:13, 
mientras por la radio El Brujo recita: «Y a la puesta del sol devoramos con calma la carne abundante».)

sábado, 14 de septiembre de 2013

Música entre el centeno

La ira de Salinger.

Las muchas y algo contradictorias noticias que han ido apareciendo en las últimas semanas sobre J. D. Salinger, quien durante mucho tiempo fue, desde el punto de vista visual, poco más que el hombre del puño amenazante, me han llevado a releer El guardián entre el centeno (en la traducción de Carmen Criado, publicada por Alianza). Más que nada para comprobar si, como me pareció en anteriores lecturas, la seguía encontrando una novela sobrevalorada, mitificada por encima de su peso literario debido, entre otras cosas, a la aureola que le han creado las leyendas urbanas y teorías conspiranoicas de que ha sido objeto.

La relectura ha sido muy gratificante. La chispa demoledora, el humor ácido y desencantado, a la vez que comprometido con una forma de vivir intensa e irreductible, y la inteligencia poética de Holden Caulfield, el adolescente protagonista, me han vuelto a cautivar. Aunque a diferencia de otras veces, he creído percibir en el trasluz de la escritura ciertos trucos de autor que me habían pasado inadvertidos, y en concreto una muy notable habilidad para jugar con las cartas marcadas. Tal vez el éxito entre adolescentes y jóvenes precoces de esta obra se deba a que los aproxima a experiencias contadas con  una capacidad de razonamiento que, salvo excepciones y pese a la apariencia cercana del estilo, aún está muy lejos de lo que ellos mismos podrían segregar.

En esta lectura lo que me ha alertado es la permanente sensación de que la obra está escrita por un adulto que aplica el espejo de una presunta mirada adolescente a conclusiones obtenidas en otra etapa muy posterior de la vida. Pero lo hace con un lenguaje jergal muy adecuado (tal vez el principal logro de la narración) y bajo la apariencia de una travesura vital, rocambolesca en más de un punto, en su sucesión de hoteles, bares de madrugada, salones de baile..., y hasta increíble en ciertos detalles (sin excluir el incidente de sospecha pederástica), lo que le permite envolver el relato de forma ventajosa en un estado de ánimo cercano a la desolación, ahora no ya solo creíble sino admirable (estimulante) para un público que fácilmente se identificará con el romanticismo libertario del protagonista.

Se trataría de algo parecido a una impostura, si lo situáramos en el terreno de la vida de todos los días. Pero literariamente funciona porque, además de ser ajena a todo el lastre de lo políticamente correcto, la letra del relato no se mide por la edad, sino solo por la capacidad de las palabras para crear y sostener un mundo. Y eso no hay duda de que lo logra. En conclusión: aunque repasando lo leído me parece que no he hecho más que elogios, sigo pensando que El guardián... tiene más éxito del que merece. Y creo haber comprendido un poco mejor que la causa de su fascinación no es puramente externa ni azarosa, sino que nace de un truco interior bien ejecutado. Y eso es también literatura. Con truco, pero literatura.

Además de a esa vaina, en esta lectura he prestado especial atención a la banda sonora de la obra, es decir, a las diferentes canciones que se mencionan en ella. Como es la primera vez que leo la novela teniendo al alcance los fantásticos recursos de la Red, no he resistido la tentación de localizar y colgar vídeos de los títulos mencionados. Mientras los buscaba, me he dado cuenta de que, naturalmente, no he sido el primero que ha tenido esta idea. Incluso a veces tenía la sensación del que camina sobre huellas ajenas. Una de las novedades que están creando las nuevas tecnologías es esa impresión de que nuestra identidad se multiplica de forma especular, tal vez porque no somos, ni mucho menos, tan distintos como a veces hubiéramos pensado. Y es que lo de la identidad personal, igual que la novela de Salinger, sin duda está excesivamente valorado. Un pensamiento, por cierto, que quizás hubiera suscrito Holden Caulfield, aunque no sé si a regañadientes. Que suene la música.

1. Song of India, Tommy Dorsey Orchestra.




2. Slaughter on Tenth Avenue, The London Festival Orchestra, dirigida por Stanley Black.




3. Just One of Those Things, Ella Fitzgerald. En la novela la interpreta un tal Buddy Singer, pero no he encontrado su rastro. Esta versión de la gran Ella tiene magia.




4. Little Shirley Beans, por Suzzy Williams acompañada por Brad Kay y su banda. La actuación es, precisamente, un homenaje a Estelle Fletcher y a la mención que de la canción se hace en la novela.




5. Tin Roof Blues, Sidney Bechet's Blue Note Jazzmen.




6. Y, finalmente, hay una mención, en la crucial escena del tiovivo, casi al final de la novela, de Smoke Gets in Your Eyes, probablemente la más famosa de todas las piezas citadas, con innumerables interpretaciones. Esta es la versión, para muchos insuperable, de Connee Boswell.





Postre. Y ya fuera del libro pero pegada a él, la canción de Guns N' Roses

viernes, 13 de septiembre de 2013

Resonancias 1+3




... el sol de media
noche y el sol de media
noche y el sol

de medianoche
y el sol de medianoche
y el sol de media

noche y el sol
de medianoche el sol
de medianoche...


Como no tengo tiempo para nada, aprovecho mis breves paseos por los alrededores de la Posada para cazar imágenes como estas, sólo posibles merced a la increíble ubicación que este sitio tiene en la red, más allá de las nubes. El tríptico de haikus es, naturalmente, solo una trampa.
Las imágenes son de de Joe Capra y la música es This World is Our, del grupo estadounidense This Will Destroy You.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

La tela letal


Al fondo de la cámara apenas queda una molécula de aire. La luz es solo el recuerdo que de ella guardan los ojos asombrados. El espesor del lino, con su rugoso tacto vegetal, va cubriendo las capas de memoria que dejan en el lienzo, a modo de negativos de una remota imagen, manchas difusas que se superponen sin confundirse. Aquella parece la de un hombre mínimamente armado que mira hacia un cielo del que no espera clemencia. Alguien conjetura, más enfático que ingenuo, si no será el prólogo de la enésima muerte de don Quijote. Ésta muestra dos grandes monolitos en llamas que llevan grabadas, como un grafiti tatuado con plomo, las palabras que el profeta escribiera hace tiempo: «La aurora de Nueva York tiene cuatro columnas de cieno». Y si se desenvuelve del todo el sudario de la momia para ver lo que guarda pegado a su piel, aún podrá descubrirse un pequeño rasguño. Lo observo con detalle, tras aumentarlo todo lo que puedo en la pantalla. Al fin veo lo que es. La pisada de un pájaro. Una brizna de hierba. Un píxel de luz pura atrapado en el hilo de la trama.

Imagen: Entrelíneas © SPM, 2013.

(Memomia del 11 de septiembre)

domingo, 8 de septiembre de 2013

Así sólo Sisa


No estoy seguro, pero creo que la primera vez que vi escrito el nombre de Jaume Sisa fue en un número de la revista Ajoblanco, cuando tenía aquel formato desplegable que hacía tan incómodo su manejo, aunque era una seña más de su originalidad y atrevimiento, aparte de una manera (supongo) de abaratar costes. Daba cuenta de su aparición en las noches celestes de Zeleste y algún otro lugar de la Nit de Barcelona, en tiempos aún muy preolímpicos pero de mucho fuste y cuando la ciudad condal era considerada desde la meseta y tal vez también por debajo de Despeñaperros como la puerta de Europa. Seguí después su pista, con la dificultad que en aquella remota era preinternáutica y aún plenamente gutenbergiana (que es palabra que ya por sí sola indica tendencia) entrañaba la búsqueda de información, tarea ímproba además de acuciante si el objetivo final era conseguir un dato que nos faltaba para completar un pie de foto (por ejemplo, en aquellos libritos de los Temas  Clave que José Ramón Pardo dedicó a «la música pop» y al «canto popular»), o para saber de qué iba la cosa. Era una época en la que las paredes de Malasaña solían amanecer con una frase pintada en muchos rincones: 27 lágrimas. Yo nunca las conté, pero siempre me parecieron pocas. El caso es que ya entonces Sisa tenía un plus de modernidad, era evidente que se adelantaba o se anticipaba (que lo suyo siempre tuvo mucho de ciencia ficción) por un vía muy personal y de apariencia desquiciada, pero en el fondo muy dadaísta, a la locura que vendría después. Y, en concreto, al imperio feliz y torrencial de la ocurrencia, aquella consigna no pronunciada de «si lo piensas hazlo, pero mejor si lo haces sin pensar» que fue el verdadero secreto de la Movida, antes de que esta palabra, sucesora y hasta usurpadora de el Rollo, diera en significar algo más que el lugar y la situación donde los colegas siempre en marcha se paraban un rato, paradójicamente, para liarse los porros o compartir una pequeña dosis de polvos mágicos y también de los otros. Me parece que comprimo en un solo recuerdo metros de crónicas, pero tampoco vamos a convertir el mapa en el territorio. La verdad es que todo aquello, que ocurría sin que la dura luz de los amaneceres hubiera sido puesta a buen recaudo, tenía cierta atmósfera sonámbula y antes que nada estaba movido por un deseo muy grande de que todo tuviera otro color. O color, sin más. Sisa después se vino a Madrid y se encarnó en un no menos genial, pero ya distinto, Ricardo Solfa, que también sigue vivo en los youtubes. Pero yo creo que el ente original se perdió definitivamente en los sótanos de algún antro de cómic, quizás en los fotogramas descartados de una peli que alguien un día recuperará para reinsertarlos en la cinta restaurada y remasterizada con la aviesa intención de hacer con ella una sesión especial de cine-fórum (otro colmillo de mamut) en lo que por aquella época era todavía el destartalado Palacio de las Pipas y hoy luce como hermosa sede de la Filmo. Se podrá comprobar entonces que, como sostiene el bifronte que da título a esta crónica más fantasiosa que nostálgica, Sisa era en verdad único. Al menos en su forma de robarnos, qué quieren que les diga, la sonrisa más tierna y salvaje de aquella época en la que teníamos el corazón a la intemperie. Y olé. Ah, y sí, el sol puede salir cualquier noche de estas. Estén atentos.

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