lunes, 7 de septiembre de 2020

Unos acordes...

(En voz alta). Unos acordes oídos al azar en la radio conectan de pronto, en las neuronas profundas, con la pieza más gorgojeante (!) de Jethro Tull. Y, gracias a la actual tecnología, los recuerdos son deseos que son actos (no tardará en llegar el momento en que el solo desearlo será suficiente para reproducirlo). Aquí están esas ráfagas que tantos ratos buenos nos dieron en nuestra juventud, ahora con un Ian Anderson (nuestro mejor conductor por el reino epiceno de Hamelin) ya talludito pero aún juguetón. Y una sugerencia (probablemente absurda) sobrevenida: ¿no hay cierto parecido razonable con Arguiñano..., especialmente en algún gesto? En todo caso, rico, rico.

Afición tanta

1

Los juegos de palabras,
con su tablero humano
hecho de carne y sueños,
sus dibujos de aire o de vidrio soplado,
sus infinitas vueltas
al fondo de la mente
y aún de nuevo otra vuelta
cuando creías que todo estaba dicho...
Comprendo que haya almas
que se sientan inquietas
ante las volteletras de las voces
e incluso que desprecien, sin llegar a decirlo,
el donoso escrutinio de los huecos
que abren a cada paso las palabras
y el mapa de fantasmas
que hacen brillar sus rostros siderales
por todo los rincones
del vasto territorio
que se extiende
entre el mundo y los nombres.
(Los juegos de palabras
sólo son —y si acaso—
imprescindibles trucos,
pasos de baile, o pases de cartas,
entre las manos y la mente
para aplazar el rictus que seremos).


2
Las palabras viven por su cuenta,
nunca dicen nada
que no sea pertinente,
establecen extrañas conexiones
con objetos de todo tipo y todo tipo de objetos,
crean la realidad,
pero ellas mismas
son una realidad intransferible.
No hay nada que no pueda
decirse con palabras
y, sin embargo, las palabras
nunca llegan a decirlo todo.
En ese margen o hueco
que se abre en nuestra mente
puede que esté escondido
el secreto del mundo.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Subida al Monte Toro


Ilustración: La isla y el tiempo ©️Javier Serrano, 2020.

De la isla de Menorca no puede decirse, como afirmé una vez de Formentera, que quepa en la palma de la mano. Pero es también un territorio que se presta a las caminatas placenteras y el escudriñamiento, con lugares que unen a la belleza del paisaje y la gracia de las obras singulares del mar un gran interés arqueológico. Se basa este sobre todo en los muchos monumentos megalíticos —taulas, talayots, navetas...— que se desperdigan por diversos enclaves. Las pétreas construcciones prehistóricas le confieren a la isla ventosa un poso de antigua y trascendente seriedad, bien mezclado con el indudable aire moderno y la elegante ruralidad de un territorio que ha conocido hasta tiempos recientes el paso de muy diversos pueblos, lenguas y costumbres. Y cuya presencia es visible aquí o allá como rostros del tiempo en el paisaje.
De las diversas travesías pedestres que hice por la isla durante las semanas veraniegas de mi juventud que estuve en ella, no se me borra de la memoria —ni tampoco a gentes muy cercanas— la subida al Monte Toro, la única elevación montana de Menorca. Aunque sus parcos 357 metros de altura evitan toda tentación de convertir el ascenso en una gesta alpina, hay que subrayar que la caminata se hizo bajo la plena canícula del ferragosto, quizás con alguna mochila no precisamente ligera a la espalda y, lo que es peor, sin la provisión suficiente de agua. Esto último, además de por el atolondramiento o la falta de cálculos propios de la edad, sin duda estuvo motivado por la aparente sencillez de la ascensión.
—Es sólo un paseo, en menos de diez minutos estamos arriba —recuerdo haber dicho, no sin convicción, pero sobre todo para dar ánimos a mis compañeras de aventura.
Pero aquello se demoró por bastante más tiempo. Tras una revuelta que parecía definitiva, la carretera —asfalto al rojo— volvía a enmarañarse y giraba en cuestas cada vez más pronunciadas, mientras el sol parecía complacerse en brillar, espléndido y a plomo, sólo para nosotros. Cuando consumimos la última gota de agua, a punto estuvo alguien de negarse a dar un paso más allá, a menos que apareciera una fuente.
—Tras esa curva hay una, el mapa lo dice —mentí varias veces.
Por fin compareció el agua, pero fue ya al llegar a la cima, que alcanzamos casi por sorpresa. Tras la última vuelta del camino, nos dimos de bruces con el potente santuario de la patrona de la isla y la vasta planicie de aspecto circular, que ponía a nuestro alcance vistas verdaderamente sanadoras de todos los esfuerzos, incluido el temido desfallecimiento por deshidratación. Además, frente a la entrada principal del templo, el blanquísimo, casi trasparente, brocal de un pozo nos pareció el monumento más hermoso del mundo.
Tras reponer fuerzas, nos informamos con detalle de la historia y leyendas del lugar. En estas últimas, según recuerdo vagamente —y Google me detalla ahora—, se reiteran con acento propio tópicos de descubrimientos y apariciones de la Virgen, siempre bajo la fascinación de ese verdadero milagro que es la luz. No sé si logramos averiguar entonces el porqué del nombre de Monte Toro, sobre el que existen versiones varias, ligadas casi todas a antiguos mitos táuricos más o menos cristianizados o inventados por la piedad popular. La etimología, a menudo no menos fantástica, pero siempre más creíble, recurre a la expresión árabe “al-Tor”, que equivaldría a “lo Elevado”, “la Altura”, como origen plausible del topónimo. En mi particular acerbo, añadí una explicación no menos sostenible: el Monte Toro viene a llamarse así porque en él son los bueyes del carro solar los que, a poco que te descuides, pueden embestirte con furia inusitada y con no menor inquina (¿menorquina?) que los toros cretenses. Son, al fin y al cabo, las fulguraciones asociadas a ideas extravagantes y pequeñas locuras las únicas que alcanzan verdadero significado en nuestra mente cuando la memoria las recupera envueltas en el aura legendaria de los prodigiosos años de nuestra juventud.
(Las Caminatas, XVIII)




jueves, 3 de septiembre de 2020

Horizonte dado


 En los Jardines de Cecilio Rodríguez del Retiro madrileño. 
©️AJR, 2020.

A ver cómo llegamos al final.
Al final llegamos a ver cómo.
Cómo llegamos al final a ver.
Al final a ver cómo llegamos.
Llegamos a ver como al final.
A ver al final cómo llegamos.

(A partir de un comentario de Paco Caro)




miércoles, 2 de septiembre de 2020

Fenómenos imposibles


(En voz alta). Estos descubrimientos astrofísicos, cosmológicos, tan difícilmente comprensibles y, menos aún, asimilables, ¿no son sin embargo metáforas perfectas, literalmente sublimes, de lo que más íntimamente nos pasa? A muy pequeña escala, pero cierta, el universo entero late con nosotros. Quién sabe si gracias también a ese misterio tan grande y tan frágil que llamamos vida consciente. Intentar comprender. No queda otra.

martes, 1 de septiembre de 2020

Secretos de la tribu

 

(En voz alta). Segredos das terras altas de Quiroga. Asuntos de mucha raigambre. La difícil mirada hacia lo hondo. Interesante reportaje en El País.

Leer (o no) la prensa


(Resonancias). La Nota Moderadamente Apocalíptica sobre el peligro de desaparición de la prensa libre es de hace, justamente, tres años. Por una extraña reiteración cronológica que me viene ocurriendo a menudo, esta mañana me he despertado pensando que uno de los grandes inconvenientes de la comunicación en nuestro mundo es la cada vez más rara lectura de la prensa en papel, dado que acrecienta la dificultad para compartir “lugares comunes” y supone una gran merma de trasfondo para los posibles diálogos. Releyendo hoy el texto, no tengo ninguna duda de que la situación es peor. Si bien me parece que corresponde a un mundo del que tengo la impresión de que está mucho más lejano en el tiempo de lo que deberían parecerme “sólo” tres años. Claro que han ocurrido cosas que eran inesperadas. Y que, con ellas, una de las dimensiones más alteradas es, precisamente, el tiempo, ese enigma.

Ah, y se acentúa la impresión de “espejos en fuga” que mencionaba en otra ocasión frente al mismo texto (¿palimptexto?). Cortipego:
»»A veces se me cruza “el otro” y pasan estas cosas. Me recuerdan el juego de espejos infinitos que descubrí de niño cuando instalaron en el primer cuarto de baño digno de tal nombre que tuve en mi vida uno de aquellos armaritos de tres puertas que permitían infinitos reflejos cruzados. Aún me sigue fascinando esa imagen, tal vez una metáfora muy precisa de nuestro tiempo.»
¡Ozú!

(NMA, 👻5). Uno de los grandes peligros que se ciernen sobre el futuro inmediato de nuestra sociedad es el del empobrecimiento e incluso desaparición de la prensa libre, competente, fiable. Las dificultades que ya hoy tiene cualquier ciudadano medianamente avisado para tener información relevante y lo más completa posible de lo que ocurre, en un mundo cada vez más complejo y, pese a las apariencias globalizadoras, disperso e invertebrado, son directamente proporcionales a la multiplicación de supuestos medios informativos «serios y razonables», en los que, sin embargo, cada vez se adelgazan más las diferencias entre información y opinión, relevancia y publicidad, interés común y curiosidad mórbida.
A lo que hay que añadir el inmenso ruido de la riada que la cháchara interminable de las redes sociales hace afluir en todas direcciones, con una contundencia tal y unos perjuicios a menudo tan asoladores, que realmente dejan chicos los efectos cada vez más indudables del cambio climático.
Para complicar aún más las cosas, en este escenario no faltan, más bien al contrario, los viejos tics autoritarios del poder, tal como muestran, entre otros recientes comportamientos, las represalias tomadas contra el director del informativo de la 2, una isla en la planicie telediaria de RTVE, o las maledicencias del Gobierno catalán contra quienes han evidenciado sus tejemanejes, por poner sólo dos ejemplos cercanos.
Estos viejos pulsos entre el poder y la prensa libre por el control del «relato de la realidad» no son algo nuevo, ni mucho menos. Sólo que ahora se vuelven mucho más confusos y de efectos más devastadores porque se producen en un panorama donde cada vez es más difícil estar seguro de nada. En el terreno informativo, me refiero. Que de otras certezas o dudas no hablo ahora.
La desaparición del periodismo tal como lo hemos conocido no tendría que suponer ningún problema si fuera acompañada de un cada vez más autónomo acceso a la información de calidad, algo que los nuevos medios tecnológicos sin duda hacen posible. Pero el paulatino ahogamiento de la capacidad influyente de la prensa libre por exceso de guirigay y embotamiento generalizado enciende algunas alarmas sobre el inmediato futuro de nuestra capacidad, no ya de influir sobre el devenir del mundo, sino simplemente de saber qué rayos está ocurriendo a la puerta de nuestra casa.