miércoles, 4 de septiembre de 2019

Mon oncle



(Al hilo de los días). «Reina el modernismo en nuestra casa, / todo funcionando por un botón, / mas la de mi tío me hace más gracia, / con su cuarto piso y sin ascensor. // Yo soy feliz, feliz con mi tío, / lo paso bien con él porque me sabe comprender...» Con esta letra, sobre poco más o menos, se cantaba la muy pegadiza música —todo un icono— de la genial película del genial Tati, Mon oncle, que fue para muchos, a mediados de los sesenta, toda una revelación. Esta noche la proyectan en La 2.

Bumerán del Paraíso

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Edvard Munch: Metabolism, 1898. Munch Museum, Oslo.
Eva: «Sola yo sé nadar». Adán eso ya lo sabe.

[AJR: 10, 31]

martes, 3 de septiembre de 2019

El profesor Ruiz de Gopegui: una anécdota


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El físico y escritor Luis Ruiz de Gopegui, un vecino ilustre de La Prospe, fallecido el pasado 8 de agosto, además de tener tras de sí una carrera científico-técnica de gran relevancia y un colofón creativo como autor de novelas de ciencia ficción y relatos infantiles, en algún caso al alimón con su hija la novelista Belén Gopegui, era un hombre con un muy inteligente sentido del humor. De las diversas charlas que dio en la librería El Buscón, en nuestro barrio, recuerdo una de hace un par de años, o un poco más, en las que estuvo contando con enorme gracia varias anécdotas de su vida profesional, y en concreto algunas referidas a sus años como responsable de la Estación de Seguimiento Espacial de Fresnedillas que tan importante papel desempeñó en las misiones Apolo, y en concreto en la llegada del hombre a la Luna.
Contaba el profesor cómo en plena misión espacial, cuando el alunizaje estaba a punto de producirse, se presentó en las instalaciones un grupo de personas que a toda costa querían hablar con «el jefe de aquello». Se les explicó la dificultad del momento y la inoportunidad de la visita, pero todo fue inútil y Ruiz de Gopegui no tuvo más remedio que recibirlos. El problema era de extrema gravedad: se trataba del alcalde y una delegación del pueblo vecino de Navalagamella que pretendían que se les exigiera a los americanos que, siempre que se mencionara la estación, al nombre de Fresnedillas de la Oliva, se añadiera el de su pueblo, ya que una parte de las instalaciones se ubicaban en su término municipal. Bromeaba don Luis diciendo que, si ya les resultaba difícil a los estadounidenses pronunciar el nombre de Fresnedillas (de hecho, solían referirse a ella como estación de Madrid), era imposible pensar que pudieran referirse de corrido a la Estación de Frenedillas-Navalagamella. Era un placer oír al profesor. Echaremos de menos su talante y su saber. Descanse en paz.

Hornacinas

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Interior del antiguo monasterio de San Paio d’Abeleda, en Santa Tecla,
A Teixeira (Ourense).
Frente al vacío, o la ausencia, o la desposesión, o el desprendimiento, o la anulación, o los innumerables huecos por los que se desliza la tinta iluminada que corre por tus venas, no cabe en tu imaginación ni una palabra, ni una imagen, ni un signo, ni un boleto, ni una quimera más. Todo es así y así se consume. Y la noche brilla como un templo de altares desnudos donde aún se refleja el sudor de los muertos.
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lunes, 2 de septiembre de 2019

Ropa vieja

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Fin de temporada. Escaparate en La Prospe, Madrid. Foto ©️AJR, 2016.
¿De qué sirve guardar la ropa vieja,
con todas las posturas del pasado,
si es ya el cuerpo el que tiene incorporado
los gestos, las maneras, la compleja

madeja del vivir y hasta se sabe
de memoria la piel que lo recubre?
No es necesario más: la misma ubre
que nos dio de mamar será la clave

que nos abra las puertas donde el puerto
final ya se divisa: roja y blanca*
ha de ser la bandera que, en la noche

fatal o de autos, nos llevará al huerto
melibeo, con toda la retranca
del que conoce bien cuál es el broche.

*(Roja, de sangre viva hasta el final;
blanca, en señal de rendición total).

La azotea

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Pablo Picasso: Azoteas de Barcelona, 1903. Museo Picasso, Barcelona..
Paseando por el casco viejo de Eburia, ahora que parece que vuelve a recuperar algo de pulso (aunque sólo nocturno y jaranero: urge un plan ambicioso para rescatar el viejo barrio como espacio de verdad habitable), vuelvo a pasar por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria, donde fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a mirarlo desde su altura desdeñosa. Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia; incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece fantasmal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe: «Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea». En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, calvo, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo. Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, a veces me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
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domingo, 1 de septiembre de 2019

El ínterin

La imagen puede contener: una persona, sentada e interior
Gerbrand van den Eeckhout: Tric-Trac Players, 1653. Col. Particular.
—No, no tengo prisa.
—...
—Cuando podáis.
—...
—O mañana o pasado.
—...
—Dentro de un rato.
—...
—O ahora.
—...
—Ya mismo.
—...
—¡De una puta vez!
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