domingo, 31 de octubre de 2010

Tumba


Devana sombra en su telar la noche
y el viajero avanza entre la niebla. 
Las cosas mueren sus pequeñas muertes
bajo el silencio de la luz. El mundo 
huele a tormenta y a desván cerrado.  

Cierro la puerta. Tomo el libro. Leo. 

Por las palabras cada objeto tiene 
la doble vida de su ser sin cuerpo, 
grutas que el aire esculpe en la memoria. 
La noche, ahí fuera, es resbaladiza. 
Dentro se escucha una respiración. 

De vanas sombras, de deseos locos, 
se llena el día. 
Sigue, viajero, 
no te detengas. Y mantén la calma.




Lápida de la tumba de W. B. Yeats en el cementerio de Drumcliffe, 
condado de Sligo (Irlanda).
Foto AJR

jueves, 28 de octubre de 2010

Ruizgalán en la Urbe


La nueva sensación de la ciudad, aún semisecreta pero ya creciendo de voz en voz por corrillos cada vez más amplios del  país, se llama Ruizgalán. Tiene una llave como emblema y ha llevado a sus diseños de moda algunos insospechados latidos visuales de la urbe: manchones, desconchados, herrumbres, las ruinas menores que cada día podemos ver en cualquier esquina.

Pablo Galán Ruiz, que desde su último desfile-exposición firma sus creaciones como Ruizgalán, es un joven artista que utiliza la ropa como medio de expresión. Un diseñador textil que experimenta con los tejidos tomándolos como soporte artístico y busca convertir sus creaciones en un lugar de encuentro de muy diversas artes e industrias: ropa esculpida con sugerencias arquitectónicas e ilustrada con innovadoras técnicas de impresión.

El espacio Utopic_US, una nueva y singular sala de eventos en pleno centro de Madrid, acogió anoche el desfile de la nueva colección del joven diseñador. Fue recibida con entusiasmo por el numeroso público  que abarrotaba el espacioso recinto. Y en las laberínticas dependencias del sótano de lo que fuera una tradicional tienda de telas quedaron expuestas las instalaciones que varios artistas han hecho a partir de sus diseños.

 




Diseños de Ruizgalán "instalados" en el sótano de Utopic_Us.
Fotos © AJR, 2010 

La rica confluencia de procedimientos desde la que Ruizgalán se plantea sus creaciones se concreta en texturas capaces de sugerir distintos escenarios y emociones. Superficies sobre las que disponer, con toda la intención, una mezcla de estímulos que nacen de experiencias guiadas por el ojo, la mano, la mente y el corazón, y que acaban configurando el mapa de una sensibilidad alerta.

Diseños que, al ser desfilados en la improvisada pasarela, describen un paisaje humano duro y anguloso, con una mezcla de rigidez y levedad que resulta inquietante (tal vez porque a veces nos recuerdan impedimentas más o menos bélicas).

Y prendas que, colgadas y exhibidas como si fueran esculturas, fragmentos del teatro de la vida o seres deshabitados, se transforman en edificios minimalistas destinados a la contemplación, a la experiencia sensorial. Quién sabe si también en un reto a la osadía indumentaria de algún abanderado del futuro.

La Urbe de Ruizgalán nos enseña a mirar de otra manera el espacio urbano. Y, de paso, también a vernos a nosotros mismos con ojos diferentes. Sus diseños ponen sobre la piel y sacan a la luz los resquicios con que la ciudad, tal vez sin que nos demos cuenta, coloniza nuestro interior.


Ruizgalán en su estudio, fotografiado por Álvaro García para El País.

martes, 19 de octubre de 2010

Reinos












El reino del poema
es el silencio.
De él nace
y a él regresa
tras el vuelo
tan breve
de la vida.

El reino del silencio
es el poema,
el mapa que describe
sus provincias
de arena tatuada
que el mar borra.

Mi reino
es el poema
de la sombra
que ha de cubrirlo todo
hasta el silencio.

                                                           (Imagen y semejanza)


Guerreros-buda, esculturas de Xavier Mascaró expuestas 
en el Paseo de Recoletos de Madrid (febrero de 2010). 
Foto © Clara Ramos









domingo, 17 de octubre de 2010

El temblorcillo de la "i"


Se fue Manuel Alexandre por el mismo camino que antes siguieron Agustín González, Fernán Gómez, López Vázquez, Antonio Ozores... y tantos otros. Le han dedicado recuerdos y homenajes muy inteligentes, emotivos y bien documentados. Imposible añadir una línea que pueda aportar algo. Pero como no quiero que la Posada se quede huérfana de su recuerdo, contaré sin pudor una historieta privada un tanto embarazosa, aunque leve e insignificante como un pecado venial.

Durante mucho tiempo, en mis trabajos como redactor editorial, cada vez que en un artículo o en un pie de foto tenía que escribir el nombre de Manuel Alexandre, me asaltaba la duda de si concederle o no el Nobel. Quiero decir que dudaba si su apellido se escribía o no como el del poeta Vicente Aleixandre, que hoy parece un poco olvidado (salvo por los líos en torno a su casa y su herencia), aunque durante años, antes incluso de que le otorgaran el premio que ahora tan justamente le acaban de dar a Vargas Llosa, fue una referencia cultural de primera magnitud.

El caso es que, cansado de una duda tan estúpida y de los innumerables paseos a que me obligaba, en  aquellos remotos tiempos preinternáuticos, para consultar la grafía correcta en la biblioteca de la editorial (recuerdo sobre todo la redacción de Salvat, pero es posible que ocurriera más veces en la de Anaya), acabé por idear una estrategia mnemotécnica (también valdría sin la primera "n") algo enrevesada pero que acabó resultando eficaz. Consistía en asociar la característica más llamativa de Alexandre, el trémolo o temblorcillo de voz con que solía interpretar sus papeles, con la imagen de una "i" temblorosa, como de dibujo animado, literalmente aterrorizada ante la posibilidad de ser insertada en una palabra en la que no debía figurar. De ese modo, cada vez que me veía en la tesitura de escribir el nombre del actor, saltaba en mi cabeza una cautela cerebral: «¡Acuérdate del temblorcillo de la i!»

Curiosamente, el día en que me enteré de que en realidad el verdadero apellido del gran cómico era Alejandre, alguna otra asociación neuronal inconsciente reemplazó la elaborada triquiñuela, y ya nunca más tuve necesidad de acudir a fantasías vocales para escribir con corrección su nombre.

Descanse en paz, pues, Manuel Aleixandre, al que, ahora que lo pienso, no hubiera sido injusto concederle el Nobel al actor de reparto más actor de reparto de nuestro cine: o sea, alguien completamente imprescindible y de cuya peculiar dicción quizás una forma irónica de evocar el desparpajo del chuleta madrileño podremos seguir gozando al revisar su rica y larguísima filmografía.

Este vídeo de YouTube muestra los espléndidos minutos finales de Plácido (1961), la genial película de Berlanga que es algo más (mucho más) que un retrato de época. En ella, Manuel Alexandre interpretó uno de los grandes papeles de su carrera, y con el temblorcillo en todo su esplendor.: «Hoy vamos a comer cosas modernas, ¡como los americanos!»



Y, en este vídeo de Google, otra secuencia inolvidable: el encuentro entre el señor Roque Freire y el bandido Malvís-Fendetestas en El bosque animado (1987), de José Luis Cuerda.

viernes, 15 de octubre de 2010

Formidables



In memóriam Alberto Oliveras (1929-2010).

A la cortinilla musical de su programa Ustedes son formidables, que se abría con el cuarto movimiento, «Allegro con fuoco», de la Sinfonía número 9 «Del Nuevo Mundo» de Antonin Dvořák, le debo la primera, imprecisa pero ya contundente, noción del inmenso tesoro de la música clásica.

Desde entonces, la palabra "formidable" está unida en mi memoria y supongo que en la de muchos coetáneos a su nombre y a esa música.

Coincidencia que suma: el otro día, en lo de Gorbachov, volví a ver y pude saludar al periodista Antonio D. Olano, que recuerda en El País  sus colaboraciones con Alberto Oliveras, allá por los primeros sesenta. Como dice mi amiga María Teresa (que hoy celebra su santo: ¡felicidades!), ya va haciendo tanto de casi todo que...

En el vídeo, la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Herbert von Karajan.

jueves, 14 de octubre de 2010

La mina y el idioma

He sido uno de los mil millones de personas que, según las más fiables estimaciones, siguieron en directo a través de la televisión el exitoso rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José de Chile desde el pasado 5 de agosto, retransmisión ya transformada en uno de los acontecimientos globales más importantes de la historia de los medios de comunicación y probablemente el más seguido a través de Internet.

Los seis 'rescatistas' o 'rescatadores', ya solos, en el fondo de la mina.
Foto Efe.

Un suceso cuya emotividad y dramatismo, su inmenso poder mediático, sus explotaciones políticas (en varias direcciones) y su valor como logro técnico y organizativo son sólo algunas de las muchas perspectivas psicológicas, sociológicas, económicas, industriales, laborales... desde las que puede ser contemplado, y desde las que sin duda será analizado, revisado y repensado en el futuro. Lo cierto es que ya ha hecho correr ríos de tinta, sobre todo electrónica.

Y ello por no hablar de los diferentes récords y marcas que han quedado establecidos o han sido superados (mayor rescate minero de la historia, días de permanencia bajo tierra, profundidades salvadas...) durante el desarrollo de esta tragedia felizmente reconducida hacia una verdadera historia de salvación, con resurrección incluida, como sugiere el mismo nombre del renaciente ave Fénix elegido para designar al artilugio mediador, toda una valiosa pieza de museo (en realidad, dos) cuyo diseño parece haberse inspirado en alguna edición ilustrada de una novela de Julio Verne.

Y sin que falten, tampoco, las siempre oportunistas simbologías numéricas, entre las que la más llamativa quizás sea la de que el rescate de los 33 hombres haya culminado el 13 del 10 del 10 (cifras que suman 33)...

Como «suceso televisivo», el rescate de la mina del desierto de Atacama ha sido comparado a la llegada del hombre a la Luna (el primer acontecimiento universalmente retransmitido), a la primera guerra del Golfo (la primera vez que se televisaba a hora fija un conflicto bélico) o el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York (el primer día de todo lo que vino después).

Y es verdad que tiene esa categoría. Aunque a mí lo que no dejaba de rondarme por la cabeza, tal vez como revancha imaginaria de una tragedia "televisiva" especialmente dolorosa, eran las imágenes angustiosas de Omaira Sánchez, la niña colombiana que quedó atrapada a causa de la explosión del volcán Nevado del Ruiz y a la que prácticamente vimos agonizar ante las cámaras, sin que fuera posible su liberación. Ocurrió hace ahora casi 25 años: entre el 13 y el 16 de noviembre de 1985.

El rescate de los mineros visto por Alberto Montt.


Rico idioma

En medio de la fascinación con la que seguí, de forma intermitente y combinada con otras actividades pero con continuidad, las largas horas de la Operación San Lorenzo, uno de los aspectos que volvió a centrar mi interés (suele ocurrirme siempre que la fuente de la noticia es la América hispana) fue la cuestión idiomática. En concreto, la riqueza expresiva del español de allá, la calidad y calidez con que gentes de diferentes condición social, y en particular de los estratos más humildes, son capaces de contar sus sentimientos y exponer sus opiniones.

Y de nuevo volví a pensar que ese envidiable uso popular del poder de las palabras nos ayuda a ensanchar los cauces expresivos de una herramienta de comunicación, nuestra lengua española, sobre la que demasiadas veces la minoría hispanohablante de acá (apenas el 10 por ciento del total) tenemos un sentido excesivamente patrimonial, acaso ligado a otros sentimientos posesivos que se traducen en algunos prejuicios sociales conocidos por todos.

Lo cierto es que, junto a la espectacularidad de algunas imágenes (incluidas las del interior de la mina, tan irreales como inquietantes) y frente al jabonoso discurso político y patriotero, daba gloria oír hablar a muchos de los protagonistas de esta epopeya, y en especial al más dicharachero de ellos, Mario Antonio Sepúlveda, cuyo relato me parece que tiene valor literario.

Mario Sepúlveda, aún en el interior de la mina.
«Estuve con Dios y estuve con el diablo –declaró Sepúlveda una vez rescatado–. Me peliaron y ganó Dios, me agarré de la mejor mano. Lo único que les pido es que no me traten ni como artista ni periodista. Yo quiero que me sigan tratando como el Mario Antonio Sepúlveda Espinaze, el trabajador, el minero. Yo quiero seguir trabajando porque creo que nací para morir amarradito al yugo, como digo yo. La vida a mí me ha dado cosas muy lindas... me ha tratado muy mal, me ha tratado muy duro. Pero ¿les digo algo...?: creo que he aprendido cosas maravillosas y a tomar los buenos caminos de la vida.»

'Rescatistas' versus 'rescatadores'

Junto a esta brillantez oral, los caminos del lenguaje a un lado y otro del océano me han dejado una duda: ¿cómo deben ser llamados los valientes profesionales de la seguridad que hicieron posible el salvamento de los 33 enterrados?

La prensa y los medios de comunicación españoles los llaman rescatadores, por cierta lógica de uso y en coincidencia con la Disney. En América, en cambio, es notorio que se prefiere el término rescatista, que por estos lares sin duda nos suena, en principio, raro. La RAE no lo recoge en sus obras de referencia, ni siquiera en el Diccionario panhispánico de dudas, aunque es posible que esté en el nuevo Diccionario de americanismos, que no he podido consultar. Tal vez el lingüista y académico cubano Humberto López Morales ofrezca pistas válidas para enfocar esta y otras discrepancias en su obra La andadura del español por el mundo, a la que acaban de concederle el premio de ensayo Isabel Polanco en su segunda edición.

Sin embargo, si uno lo piensa bien y va repitiendo la palabra y ablandado la extrañeza, ¿no acaba pareciendo más razonable llamar a estos especialistas de un trabajo altamente cualificado con un término que está en la línea de socorrista, paracaidista, equilibrista o incluso periodista?

Los expertos dictaminarán, pero con su valiente acción los rescatistas chilenos ya han llevado este nombre desde la mina al corazón del idioma. Y esos latidos deberían recogerse en el diccionario.

lunes, 11 de octubre de 2010

Agustina



Esta mañana, a las siete y media, ha fallecido en el Hospital de San Rafael, de Madrid, Agustina Peña García, una gran mujer, generosa, valiente y luchadora. Un ejemplo de la gente común que muere cada día como nos ocurrirá a todos–, pero un ejemplo único, singular e irrepetible, pues tenía unas cualidades humanas nada comunes, como hemos podido apreciar todos cuantos la conocimos.

Agustina, de 64 años, ha sido derrotada por una grave enfermedad que la fue minando desde septiembre del año pasado, pese a los cuidados médicos y, sobre todo, al cariño y entrega absoluta con que hasta sus últimos momentos la rodearon los suyos, en especial su marido, Ginés, que la cuidó de forma admirable a lo largo de estos duros meses, durante la mayor parte del tiempo en su propio domicilio y sólo en las últimas semanas en el hospital. A él y a sus hijos, Silvia y Tato, junto al resto de una extensa familia, hacia la que Agustina vivió completamente volcada, quiero hacer llegar desde aquí mi sentimiento por su pérdida.

Hasta el momento en que la enfermedad se lo impidió y durante los anteriores 18 años, Agustina venía cada semana varios días a casa para ayudarnos en las tareas domésticas. Un trabajo que llevó a cabo, no solo con completa eficacia y una disponibilidad que iba más allá de lo exigible, sino con un afecto y una sensibilidad que se traducían en innumerables detalles de trato que la acabaron incorporando a nuestra vida como un miembro más de la familia. Y uno de los más importantes, por cuanto tenía el gran valor de hacernos la vida más amable.

Como homenaje a ella he colocado en la pared de la Posada la imagen de un vuelo de grullas en un paraje no muy lejano de los campos de Candeleda, el hermoso pueblo de la Sierra de Gredos en el que Agustina nació y al que seguía estrechamente vinculada. Allí pasó algunos de los momentos más agradables de una vida siempre entregada al trabajo y a demostrar con enorme dedicación el cariño que sentía por su familia y sus amigos, entre los que tuvimos la suerte de contarnos.


Gracias, Agustina. No te olvidaremos.


Imagen © José Luis González Grande 
Tomada de Fotos Naturaleza