domingo, 20 de julio de 2014

Los estados intermedios

Imagen sin mención de autor. Tomada de El País.

El sueño es otro estrato de la realidad. O, como dice la frase ya clásica, una segunda vida. Y es desde dentro de él, cuando aún no ha acabado pero ya se sabe que su fin está próximo, cuando se inicia de forma más o menos consciente la preparación del salto al despertar. Un extraño momento de «doble lucidez» (tal vez fuera igualmente correcto llamarlo de «doble penumbra»), en el que somos conscientes de estar soñando, aunque buena parte de nuestro cuerpo permanezca dormido, pero siendo percibido o vigilado por una parte alerta de la conciencia que, además, comienza a elaborar argumentos, o esbozos de tal, mediante expresiones capaces de estimular la formación en el cerebro de nuevas imágenes que puedan hacernos entender qué está pasando o, por lo menos (y tal vez sobre todo), qué podemos contar, sobre qué es posible escribir. Esta mañana regresaba a la realidad de la vida consciente como un náufrago (o, rebajando el énfasis, como un bañista en mar menor) que se dejara arrastrar por las olas hacia la playa después de una aventura de la que vagamente recordase haber vivido una situación emocional complicada, incluso un grave peligro. La imagen, aunque de flecos deshilachados (a causa sin duda del exceso de agua), capta bien cierta sensación de zozobra del que está en trance de despertar, aunque ese desembarco que traduce sea un estado del ánimo en el que los acontecimientos (o su materia mental) permanecen bajo control, porque sabemos que la playa y el suelo firme de la realidad ya están al alcance de la mano: será suficiente con abrir los ojos para poner las cosas en su sitio. Me gusta mucho indagar en estos «estados intermedios» (inter-me-dios, curiosa palabra) entre el sueño y la vigilia porque en ellos crecen con facilidad las semillas de las nuevas imágenes. Y no hay nada tan enriquecedor, tan profundamente vital, como una buena nueva imagen, rara avis, y cada vez más, en un mundo hiperapantallado en el que cada día resulta más difícil mirar hacia algún lado que no sea recuerdo.

(Tiempo contado, saliendo de una noche de mediados de julio de 2014)

viernes, 18 de julio de 2014

sábado, 21 de junio de 2014

Elogio de la luz

400 caballos. Instalación de Stephanie Christofi, en CC Conde-Duque. 

Aunque cada vez soporto menos el calor, también cada vez me gusta más el verano. A simple vista, son sensaciones contradictorias, pero puedo explicarlo (si olvidar que vivir en la contradicción no es nada extraño, ocurre a menudo, podemos comprobarlo a nada que apliquemos un examen desapasionado a muchas de nuestras acciones). Me gusta el efecto de lo que mi amigo Carlos Medrano, con exactitud poética, llama los «días crecientes», el avance de la luz, la promesa infinita de las noches al aire libre. Supongo que, en el fondo, aún tienen su propio peso las sensaciones asociadas al fin de curso, el tiempo de vacación, la ruptura de la monotonía que traen consigo los días feriados. Todo esto, aunque ahora y desde hace ya mucho se cumple de manera bien distinta, parece haber penetrado muy hondo en nuestra naturaleza, de modo que difícilmente nos libramos de experimentar un eufórico estado de liberación cuando caemos en la cuenta, acaso simplemente al ver cómo cambia la mancha de nuestra sombra en el suelo, de que junio ya ha sobrepasado con amplitud el zaguán de su casa, y la noche de San Juan, con su agua sanadora, está a la vuelta de la esquina. Y tal vez sea eso, el rito del agua nueva, lo que más me gusta de los días siempre repetidos y siempre irrepetibles (¡ninguno ha de volver nunca!) del inicio de cada verano: sacar el agua al oreo de la noche más corta para que, como en un viejo romance, la bese la primera luz del alba, y así santificada, lavarse con ella los ojos (os ollos), las mejillas (as meixelas), detrás de las orejas (as orellas), como me lo enseñó mi madre siendo aún tan niño que no recuerdo donde está el comienzo de un rito que he mantenido siempre y que he procurado transmitir, entre bromas pero con convencimiento, a quienes comparten mi vida.

Y junto al agua, la alegría de la luz. A las criaturas de la noche (verbigracia, quienes muy a menudo, en estos días, nos acostamos poco antes de que la mañana esté llamando a la puerta o incluso cuando ya ha empezado a colarse por las ventanas orientales de la casa) nos fascina la luz en todas sus manifestaciones, de las que una de las más bellas es la del crepúsculo, esa hora cuyo nombre es ya todo un acontecimiento. El caso es que el verano me pone de buen humor y me ofrece promesas de vida por vivir. Aunque después no se cumplan. Basta con el que el rayo de la ilusión nos ilumine por dentro para que las cosas comiencen a tener un alma diferente. Y esa es la virtud más notable de estos días en los que parece que la luz no se va a acabar nunca. Las cosas recuperan o potencian su presencia hasta tal punto, que tenemos la impresión de que es un milagro su sola existencia maravillosa. Así iluminado, el mundo se convierte en un prodigio poblado de criaturas excepcionales. Y en un lugar muy hondo de nuestro interior sentimos la certeza de que, pase lo que pase, mientras esa luz nos acaricie con su música, nunca estaremos solos.


jueves, 19 de junio de 2014

Rey ayer


Quiso el azar, que todo lo puede, que la abdicación real de Juan Carlos I en el Palacio de Oriente coincidiera con el real destronamiento de la selección española sobre la hierba amarga de Maracaná, el mítico estadio convertido en un desnortado laberinto donde los campeones del mundo no lograron encontrar la salida de una pesadilla que parecía irreal, de tan cruel. Favorecidos por esa carambola, los diarios de medio mundo lo han tenido muy fácil a la hora de elegir los titulares para sus portadas, y en casi todas ellas frases como «Fin del reinado de España», «España pierde su corona» o «El rey se despide» juegan con ese doble sentido. Como también lo hace el breve palíndromo que encabeza estas líneas, que hoy cobra una palmaria capacidad definitoria, incluido el lamento interno de ese «ay» solapado que llena de pesadumbre la noche de junio y oscurece nuestros sueños. La verdad es que no lo va a tener nada fácil el ya (desde hace 95 minutos) rey Felipe VI para estrenar con buen pie el «borbón y cuenta nueva», que ya se daba por descontado a costa del fácil fervor popular, y que ahora la inesperada pero inapelable derrota de La Roja amenaza con transformar en un «borrón» deportivo que quedará históricamente asociado al inicio de su reinado. Habrá que tirar de sabiduría calé (ya saben, lo de los hijos y los principios) por ver de enderezar el entuerto de esos negros augurios. Aunque quizás simplemente valga con no mezclar las cosas. Y a eso convendrá aplicarse,  en más de un sentido. Por ejemplo, y por hablar ahora ya sólo de fútbol, bienvenidos sean los análisis críticos del triste espectáculo con que el equipo español, después de tantos triunfos, ha clausurado la mejor etapa de su historia, también de la nuestra como forofos. Hace unos días, fiel a quien tantas alegrías nos ha brindado, le daba desde aquí mismo las gracias a este grupo extraordinario de jugadores por haberme devuelto a tiempos infantiles de seguras derrotas futboleras, en tardes de pan y chocolate. Nunca pensé que la ironía pudiera tener un reverso tan cruel. Hoy, sin dejar de pensar que lo conseguido deportivamente por este equipo es inolvidable, no hay más remedio que proclamar que ha llegado la hora del cambio. Y también la de tener que armarse de paciencia ante las voces carroñeras que, si ya habían empezado a hocicar en las vísceras de la víctima, no van a cejar ahora en sus picotazos hasta ver si logran sacar a algunos de sus casillas. No creo que lo logren, pero nunca se sabe.



sábado, 14 de junio de 2014

Gracias, España


Frente a lo que afirma el tópico, sostengo que el que no se consuela es porque no puede. Así que es una verdadera suerte comprobar que la soberana abdicación futbolística con que ayer nos golpeó La Roja, al sucumbir tan estrepitosamente bajo el efecto letal de la danza zamba y velocísima de Robben y sus amigos, además de hacernos caer en la cuenta de que el fútbol es sólo fútbol, nos ha quitado a muchos un buen montón de años de encima. Jugar como nunca, incluso bien, y perder como siempre, tal era el sino habitual de casi todos los equipos nacionales españoles en cualquier competición durante la mayor parte de nuestras vidas. Lo ocurrido a lo largo de estos últimos años en tantos deportes, y especialmente en fútbol, es verdad que nos ha ido llenando el espíritu de alegrías, pero también de arrugas el cuerpo: duraba tanto que ya nadie parecía recordar que una vez, durante mucho tiempo, fuimos pobres, muy pobres. De modo que también por esto hay que estar agradecidos a Del Bosque y sus muchachos: de un plumazo (manotazo, más bien: cinco golitos) nos han depositado en la piel del niño y el joven que fuimos, han reconstruido a nuestro alrededor el paisaje familiar del eterno aspirante a dejar de ser objeto de las burlas del destino, y nos han vuelto a recordar que sobreponerse a la adversidad es nuestra auténtica fortuna. Por fin podemos volver a soñar.


jueves, 12 de junio de 2014

¡GOO(g)L(e)!


Estaba ahí, pero confieso que hasta hoy no me había dado cuenta. La palabra Google no es, en realidad, un homenaje a un número infinitamente grande con aspiraciones de medir lo infinito (ver vídeo abajo). Como bien pone de manifiesto el doddle con el que el ubicuo buscador celebra hoy el comienzo del Mundial de fútbol, lo que sus sílabas contienen es una apenas disimulada fusión de los gritos básicos de la tribu futbolera a lo largo del universo mundo; es decir: GOL, GOL, GOL, OooE OooE OooE.  Por si queda alguna duda, pulsen sobre el buscador y observen la animación (o vean su presentación en Youtube). Cabe pensar que el efecto sea sólo una explotación de las características del logo adaptada a las circunstancias del evento. Pero... ¿y si fuera al revés? La sospecha de que el origen de todo pueda ser el hipnótico botar de una pelota, en cuya contemplación ya estaría inscrita, como respuesta instintiva, la exclamación básica, la palabra inaugural, abre perspectivas espeluznantes en torno a la explicación última del universo. O, para no ser exagerado, de nuestras búsquedas en él, incluida la del sentido. Nada menos. Oe, oe, oe.

miércoles, 11 de junio de 2014

Interregno

En la Corte de Alfonso X. Miniatura de las Cantigas de Santa María. 

Mientras cae sobre Madrid la segunda tormenta de junio, y cuando ya los padres y madres de la patria han convalidado en el Congreso y remitido al Senado la abdicación del rey Juan Carlos I, se me viene a los labios la palabra interregnoY con ella, el recuerdo de la cita de Flaubert que figura en el «Cuaderno de notas» de las Memorias de Adriano, una de las dos grandes novelas de Marguerite Yourcenar, y que dice así: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, entre Cicerón y Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre». Aunque sé bien que, según nuestro ordenamiento jurídico, no hay interrupción alguna en la continuidad de la Corona, en los pocos días que restan hasta que sea proclamado rey Felipe VI, resulta inevitable que se abra paso, entre las ensoñaciones con que uno se pasea por las calles, la de vivir en una parecida circunstancia excepcional. Sensación que enseguida se ve acompañada de un sentimiento de extraña euforia, tan gratificante como la lluvia. En ese clima moral y estético, y como fruto probable de algunas raíces no secas del árbol ácrata de mi juventud, rebrotan viejos sueños o ideales que proclaman la valoración de la libertad como el tesoro más preciado de la vida consciente, aunque su concreción en la realidad social, e incluso en la intimidad propia, no sea precisamente la tarea más fácil del mundo. Con ese ánimo, me digo, será más llevadero asistir al pesado ejercicio de cordura cívica que se está desarrollando en esta vieja España, cuya forma de Estado no es un dogma. Algo, esto último, que el nuevo monarca deberá tener bien presente. Y si no, ya tendremos ocasión de recordárselo.

(Tiempo contado, 11 de junio 2014)