martes, 4 de enero de 2011

Eclipse



Una de las novedades de este 4 de enero, fecha que desde hace al menos más de medio siglo (más 48 meses, para ser exacto) es una jornada marcadamente feliz y memorable, ha sido el primer eclipse solar, si bien parcial, del nuevo año.

Raro fenómeno que, en tiempos en los que la naturaleza aún tenía estatuto de divinidad, despertaba los más variados asombros, temores y esperanzas en el corazón de los humanos.

Y que todavía hoy, si nos paramos un momento a verlo y a sentirlo (también a pensarlo), quizás pueda ofrecernos un punto de inflexión en el discurrir de las horas y el tránsito veloz del día, de los días, cuya suma es la vida.

Una especie de quicio o gozne, o cualquier otra libre variante de sizigia, sobre la que sea posible hacer girar el impulso pausado de la contemplación. También el gesto reflexivo que siempre implica la mirada hacia lo alto.

La actitud, mezcla de humildad y grandeza, que inevitablemente nos devuelve el sentido de nuestra verdadera estatura.

Sobre las imágenes, tan bien simuladas, de «la subida de la luz» (la verdadera, no ese atraco al que el ministro del ramo da tal nombre) y en la pieza absorbente y minimalista de Ludovico Einaudi, me he parado a escuchar el traqueteo soñador del tren de las 12.00 am.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Dados de 2011




                                                                    Ayer es para hoy una ventana
                                                                    Hoy es una ventana para ayer.
                                                                    Ventana para ayer es aun hoy.
                                                                    Para una ventana hoy ayer es.
                                                                    Ayer es hoy una ventana para.
                                                                    Ayer una ventana es para hoooy!


(Ventanas hacia el año 2milONCE)

Imagen: Shutters/Contraventanas, de la serie «Blind Windows», obra de Silvestre Santiago, Pejac,  
situada en la zona asiática de Estambul. / Foto de Julián Santiago, tomada de aquí.



Añadido del 30 de diciembre (tras un nuevo movimiento del cubilete):
Haciendo caso a Shandy (ver comentarios), he aquí una mirada por la ventana al ayer, tres décadas atrás.

martes, 14 de diciembre de 2010

Orfandad y herencia



Ante la absurda (¿pero cuál no lo es?) y desgraciada muerte de Enrique Morente, cantaor y granaíno, maestro genial en ambas artes, sorprende a la vez que emociona la generalizada sensación de orfandad que recorre el mundo del flamenco. Basta echar un vistazo a los periódicos del día o zambullirse un poco en el océano de la Red, en los corrillos de cabales, para advertir por todas partes la enorme admiración que su figura y su obra suscitan.

Pese a la tristeza, conforta saber que los caminos que Morente abrió para poner el cante jondo a la altura de los tiempos, y en concreto su instinto e inteligencia para enraizarlo en una nueva y libérrima forma de entender la tradición, son los que marcan el rumbo de algunos de los intérpretes más cualificados del presente, y que por ello pueden considerarse sus legítimos herederos: léase Miguel Poveda, Mayte Martín, Diego el Cigala, tal vez Arcángel... o, claro está, su propia hija Estrella.

Orfandad, pues, pero también prolongación de un arte que hoy, precisamente hoy, está más vivo que nunca.

En Omega (1996, 2008), mi disco preferido de Morente, una obra infinita en la que siempre queda algo por descubrir (como por descubrir me queda aún, afortunadamente, buena parte de su discografía), se incluyen piezas como su versión del lorquiano Pequeño vals vienés. Un monumento de ligereza y dramatismo, pasado por la "lectura" de Leonard Cohen, llevado a lo esencial del cante con melismas de inusitada pureza flamenca, y finalmente desembocado, coreografía del «Grupo de Danza Andalucía» de por medio, en la pequeña joya de arte total que recoge el vídeo que adjunto al final de estas líneas.

Omega, que muchos críticos consideran el punto alfa de la última renovación del cante jondo, muestra la originalidad y hondura con que Morente supo indagar en los misterios de la voz y el sentimiento afrontando con valentía el mundo alucinado del Lorca de Poeta en Nueva York y dejándose arrastrar por influencias tan en apariencia distantes como la severidad rítmica de una procesión de semana santa y la insolencia punk-rock del grupo Lagartiija Nick.

Morente solía decir que las personas a las que más quería eran los poetas. Y lo demostró muchas veces cantando poemas de Lorca, Miguel Hernández, Antonio y Manuel Machado, Guillén, Alberti, Hierro, San Juan de la Cruz, Fray Luis, Góngora, Juan del Enzina y un largo etcétera que también incluye a Al Mutamid, el rey moro que gobernó la taifa de Sevilla en la segunda mitad del siglo XI.

No es extraña esa afinidad (que tuvo también Camarón y ha "heredado" Poveda) porque el espacio en el que se adentran los grandes maestros del cante se parece mucho al universo que exploran los poetas: unos y otros recorren el territorio de la voz, de las voces, los nombres y los ritmos, en busca acaso de la respiración interna de las cosas. Y se internan así en una geografía en la que aunque los caminos parezcan estar ya bien roturados siempre es posible encontrar, inventar, alguna vereda. La aventura es descubrirla y atreverse a seguirla. Además de un hombre de una gran sensibilidad, Morente ha sido un artista valiente.

Ayer por la tarde, al escuchar por la radio la noticia de su muerte, sobre los mismos papeles en los que estaba trabajando improvisé estos versos que dejo aquí como homenaje.


Sólo había una voz como la suya:
la de un cántaro roto siempre lleno,
la libre forma con que el aire llega
a la cueva más honda, al pie del cielo.


En la imagen superior, Enrique Morente durante una actuación
en el C. M. San Juan Evangelista, en octubre de 2008.
Imagen tomada del blog de la escritora Clara Sánchez.


Postpost: Añado el vídeo del hondo y estremecedor homenaje que Estrella Morente rindió a su padre en su capilla ardiente.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Las manos del hada


Más que a través de sus novelas realistas, apenas leídas al hilo de obligaciones escolares y pronto olvidadas (sin duda injustamente), mi pequeña experiencia de la narrativa de Ana María Matute galopa gozosa por el extraordinario reino de Olar, fantástico escenario medieval de Olvidado Rey Gudú, la novela que la escritora hoy galardonada con el premio Cervantes publicó en 1996, ante la sorpresa de un amplio sector de la crítica que no acababa de entender por qué, tras varios años de silencio, la autora se decantaba por la vertiente fantástica de su obra.

Recuerdo los días (más bien las noches) que pasé sumergido en las casi mil páginas de una narración que, no sin recovecos a veces excesivamente laberínticos, consigue poner en pie un territorio autónomo de la imaginación. O, lo que es lo mismo, un lugar en el que es posible vivir con la suficiente intensidad como para que la experiencia tenga valor por sí misma. Y que incita, además, a replantearse el sentido de muchos aspectos de la realidad. Es decir, los mismos ejes que mueven la gran literatura.

Años después, a finales de 2001 o acaso ya en 2002, la experiencia se prolongó con Aranmanoth, novela breve que podría parecer una rama desgajada del frondoso tronco guduesco, aunque en ella era evidente una inequívoca querencia por la mitología norteña (y, más en concreto, astur, o al menos así me lo pareció a mí), con su predilección por el musgo legendario de los espacios umbríos y los secretos arrancados al corazón del bosque.

Al calor de esos recuerdos, hoy me alegra mucho ver tan alegre a esta mujer, contemplar la energía de sus 85 prodigiosos años y el gesto tan vivo y tierno de sus manos (manos de alguien que ha vivido mucho), con esos dedos leñosos de hada silvestre y libre con los que ha ido tejiendo la tela maravillosa de historias como las mencionadas y otras muchas que justifican sobradamente un reconocimiento que ya tardaba en llegar.

Brujuleando por Youtube en busca de algún documento visual para ilustrar esta nota, llego a este insólito pero divertido homenaje musical, tras el que parece esconderse algún secreto amor de lector agradecido. O quizás sólo la seducción por la eufonía de un nombre. Aquí lo dejo.

La fotografía de Ana María Matute es de Jesús Domínguez; la he tomado de elmundo.es, edición de Andalucía.



domingo, 14 de noviembre de 2010

Berlanga pide la vez


Luis García Berlanga: señal de partida. Foto Cordon Presss.
Estaba cantado que tras la salida de escena de Manuel Alexandre, uno de sus actores habituales, Luis García Berlanga no tardaría en seguir la veredita por la que ya casi todos los cineastas y actores de su generación se han encaminado hacia una mayor o menor gloria póstuma. Eso sí, después de habernos hecho disfrutar de muchos de los mejores momentos que le debemos a la gran pantalla y a la imaginación, lo que a estas alturas es como decir a la vida en general, ya casi pura ficción ella también... si es que alguna vez ha sido otra cosa.

Pero aunque lo previsible se cumpla, y más aún porque se cumple, no deja de resultar desconcertante, amén de ominoso, que la visita de la vieja dama una a lo inexcusable de su llegada la crueldad de su reiteración. El propio Berlanga lo dejó dicho en una de sus últimas declaraciones con su habitual franqueza dialéctica: «El dolor me jode, pero morirme me jode más». La cabronada esa de la muerte.

Berlanga, junto con Buñuel y Bardem, es la otra gran B de las muchas "bes" grandes con que se escribe el cine español. Como muchos críticos han puesto de relieve, sus logros dentro de lo que suele denominarse la tragicomedia hispana no tienen parangón. Así lo demuestran la fundacional y ya archisobada Bienvenido Míster Marshall (1953), y sobre todo esas «dos auténticas cimas del séptimo arte» (Navajo dixit) que son Plácido (1961) y El verdugo (1963), joyas blanquinegras cuyo extraordinario fulgor es literalmente inagotable (la sabiduría 'erratil' quería que el adjetivo fuera «inagitable»; quede constancia). En estas obras, vida y muerte se dan la mano desde una mirada tan crítica como compasiva y reveladora de la profunda verdad que esconde el tópico tantas veces reiterado en su cine : «No somos nadie».

Igualmente destacable, aunque su mérito artístico sea de otro orden, me parece la trilogía del Marqués de Leguineche, y en especial sus dos primeros títulos, La escopeta nacional (1978) y Patrimonio nacional (1981), tan útiles aún para entender de dónde provienen ciertos atavismos patrios que parecen decididos a seguir dando la matraca hasta el final de los tiempos.

Y algo parecido puede decirse de numerosas escenas de La vaquilla (1985), o de algunos fragmentos explosivos de obras posteriores como Moros y cristianos (1987), Todos a la cárcel (1993) y París Tombuctú (1999), en las que lo "explosivo" tiene un significado estrictamente fallero no inapropiado en un director valenciano.

Entre tantas secuencias y, sobre todo, planos-secuencia memorables del cine de Berlanga, rescato estos dos momentos de Patrimonio nacional (1981), tal como los he encontrado en YouTube. El primero me parece adecuado digamos que por sus claras alusiones al momento y por la gestualidad decepcionada del marqués (Luis Escobar) en la escena del helicóptero. Y el segundo, por el gran Luis Ciges, uno de mis actores preferidos, único e inimitable en cada una de sus intervenciones. Calculo que habré visto veintitantas veces la descomunal metáfora del palo de billar y nunca he podido resistir la risa convulsa. Ambas escenas, además, tienen el añadido genial, tan propiamente berlanguiano, de que quienes caricaturizan con tanto vigor a la desopilante aristocracia española son en verdad aristócratas. O sea, realismo puro. Puro Berlanga.

Un subrayado final para amantes de curiosidades cinéfilas: el villancico que suena en la segunda escena de Patrimonio nacional es el mismo que se oye al final de Plácido: «Madre, a la puerta hay un niño».





viernes, 12 de noviembre de 2010

Para Ory


Post para Carlos Edmundo de Ory,
coinventor del postismo


Se nos ha puesto De Ory de puntillas
sobre un aerolito indescifrado
por mor de ver si es que hay del otro lado
algo más que un paisaje sin orillas.

Su música de lobo en soledumbre
y su flauta prohibida y melancólica
derraman sobre el día la hiperbólica
fragancia de la sombra y de la lumbre.

Lleva en sus manos tantas maravillas
que una lámpara más alerta el cielo
mientras él pasa. No miréis su vuelo.
Abridle la escotilla de la casa.

Que more en su morada y en su cava,
en su cabaña misericordiosa,
en su carne verbal, ligera y llena.

De Ory se ha ido. Sus palabras lava
de un volcán fueron, fuego de una rosa
que hace la noche arder solar y plena.



Foto de Ignacio Gil, tomada de abc.es


domingo, 31 de octubre de 2010

Tumba


Devana sombra en su telar la noche
y el viajero avanza entre la niebla. 
Las cosas mueren sus pequeñas muertes
bajo el silencio de la luz. El mundo 
huele a tormenta y a desván cerrado.  

Cierro la puerta. Tomo el libro. Leo. 

Por las palabras cada objeto tiene 
la doble vida de su ser sin cuerpo, 
grutas que el aire esculpe en la memoria. 
La noche, ahí fuera, es resbaladiza. 
Dentro se escucha una respiración. 

De vanas sombras, de deseos locos, 
se llena el día. 
Sigue, viajero, 
no te detengas. Y mantén la calma.




Lápida de la tumba de W. B. Yeats en el cementerio de Drumcliffe, 
condado de Sligo (Irlanda).
Foto AJR