domingo, 17 de octubre de 2010

El temblorcillo de la "i"


Se fue Manuel Alexandre por el mismo camino que antes siguieron Agustín González, Fernán Gómez, López Vázquez, Antonio Ozores... y tantos otros. Le han dedicado recuerdos y homenajes muy inteligentes, emotivos y bien documentados. Imposible añadir una línea que pueda aportar algo. Pero como no quiero que la Posada se quede huérfana de su recuerdo, contaré sin pudor una historieta privada un tanto embarazosa, aunque leve e insignificante como un pecado venial.

Durante mucho tiempo, en mis trabajos como redactor editorial, cada vez que en un artículo o en un pie de foto tenía que escribir el nombre de Manuel Alexandre, me asaltaba la duda de si concederle o no el Nobel. Quiero decir que dudaba si su apellido se escribía o no como el del poeta Vicente Aleixandre, que hoy parece un poco olvidado (salvo por los líos en torno a su casa y su herencia), aunque durante años, antes incluso de que le otorgaran el premio que ahora tan justamente le acaban de dar a Vargas Llosa, fue una referencia cultural de primera magnitud.

El caso es que, cansado de una duda tan estúpida y de los innumerables paseos a que me obligaba, en  aquellos remotos tiempos preinternáuticos, para consultar la grafía correcta en la biblioteca de la editorial (recuerdo sobre todo la redacción de Salvat, pero es posible que ocurriera más veces en la de Anaya), acabé por idear una estrategia mnemotécnica (también valdría sin la primera "n") algo enrevesada pero que acabó resultando eficaz. Consistía en asociar la característica más llamativa de Alexandre, el trémolo o temblorcillo de voz con que solía interpretar sus papeles, con la imagen de una "i" temblorosa, como de dibujo animado, literalmente aterrorizada ante la posibilidad de ser insertada en una palabra en la que no debía figurar. De ese modo, cada vez que me veía en la tesitura de escribir el nombre del actor, saltaba en mi cabeza una cautela cerebral: «¡Acuérdate del temblorcillo de la i!»

Curiosamente, el día en que me enteré de que en realidad el verdadero apellido del gran cómico era Alejandre, alguna otra asociación neuronal inconsciente reemplazó la elaborada triquiñuela, y ya nunca más tuve necesidad de acudir a fantasías vocales para escribir con corrección su nombre.

Descanse en paz, pues, Manuel Aleixandre, al que, ahora que lo pienso, no hubiera sido injusto concederle el Nobel al actor de reparto más actor de reparto de nuestro cine: o sea, alguien completamente imprescindible y de cuya peculiar dicción quizás una forma irónica de evocar el desparpajo del chuleta madrileño podremos seguir gozando al revisar su rica y larguísima filmografía.

Este vídeo de YouTube muestra los espléndidos minutos finales de Plácido (1961), la genial película de Berlanga que es algo más (mucho más) que un retrato de época. En ella, Manuel Alexandre interpretó uno de los grandes papeles de su carrera, y con el temblorcillo en todo su esplendor.: «Hoy vamos a comer cosas modernas, ¡como los americanos!»



Y, en este vídeo de Google, otra secuencia inolvidable: el encuentro entre el señor Roque Freire y el bandido Malvís-Fendetestas en El bosque animado (1987), de José Luis Cuerda.

viernes, 15 de octubre de 2010

Formidables



In memóriam Alberto Oliveras (1929-2010).

A la cortinilla musical de su programa Ustedes son formidables, que se abría con el cuarto movimiento, «Allegro con fuoco», de la Sinfonía número 9 «Del Nuevo Mundo» de Antonin Dvořák, le debo la primera, imprecisa pero ya contundente, noción del inmenso tesoro de la música clásica.

Desde entonces, la palabra "formidable" está unida en mi memoria y supongo que en la de muchos coetáneos a su nombre y a esa música.

Coincidencia que suma: el otro día, en lo de Gorbachov, volví a ver y pude saludar al periodista Antonio D. Olano, que recuerda en El País  sus colaboraciones con Alberto Oliveras, allá por los primeros sesenta. Como dice mi amiga María Teresa (que hoy celebra su santo: ¡felicidades!), ya va haciendo tanto de casi todo que...

En el vídeo, la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por Herbert von Karajan.

jueves, 14 de octubre de 2010

La mina y el idioma

He sido uno de los mil millones de personas que, según las más fiables estimaciones, siguieron en directo a través de la televisión el exitoso rescate de los 33 mineros atrapados en la mina San José de Chile desde el pasado 5 de agosto, retransmisión ya transformada en uno de los acontecimientos globales más importantes de la historia de los medios de comunicación y probablemente el más seguido a través de Internet.

Los seis 'rescatistas' o 'rescatadores', ya solos, en el fondo de la mina.
Foto Efe.

Un suceso cuya emotividad y dramatismo, su inmenso poder mediático, sus explotaciones políticas (en varias direcciones) y su valor como logro técnico y organizativo son sólo algunas de las muchas perspectivas psicológicas, sociológicas, económicas, industriales, laborales... desde las que puede ser contemplado, y desde las que sin duda será analizado, revisado y repensado en el futuro. Lo cierto es que ya ha hecho correr ríos de tinta, sobre todo electrónica.

Y ello por no hablar de los diferentes récords y marcas que han quedado establecidos o han sido superados (mayor rescate minero de la historia, días de permanencia bajo tierra, profundidades salvadas...) durante el desarrollo de esta tragedia felizmente reconducida hacia una verdadera historia de salvación, con resurrección incluida, como sugiere el mismo nombre del renaciente ave Fénix elegido para designar al artilugio mediador, toda una valiosa pieza de museo (en realidad, dos) cuyo diseño parece haberse inspirado en alguna edición ilustrada de una novela de Julio Verne.

Y sin que falten, tampoco, las siempre oportunistas simbologías numéricas, entre las que la más llamativa quizás sea la de que el rescate de los 33 hombres haya culminado el 13 del 10 del 10 (cifras que suman 33)...

Como «suceso televisivo», el rescate de la mina del desierto de Atacama ha sido comparado a la llegada del hombre a la Luna (el primer acontecimiento universalmente retransmitido), a la primera guerra del Golfo (la primera vez que se televisaba a hora fija un conflicto bélico) o el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York (el primer día de todo lo que vino después).

Y es verdad que tiene esa categoría. Aunque a mí lo que no dejaba de rondarme por la cabeza, tal vez como revancha imaginaria de una tragedia "televisiva" especialmente dolorosa, eran las imágenes angustiosas de Omaira Sánchez, la niña colombiana que quedó atrapada a causa de la explosión del volcán Nevado del Ruiz y a la que prácticamente vimos agonizar ante las cámaras, sin que fuera posible su liberación. Ocurrió hace ahora casi 25 años: entre el 13 y el 16 de noviembre de 1985.

El rescate de los mineros visto por Alberto Montt.


Rico idioma

En medio de la fascinación con la que seguí, de forma intermitente y combinada con otras actividades pero con continuidad, las largas horas de la Operación San Lorenzo, uno de los aspectos que volvió a centrar mi interés (suele ocurrirme siempre que la fuente de la noticia es la América hispana) fue la cuestión idiomática. En concreto, la riqueza expresiva del español de allá, la calidad y calidez con que gentes de diferentes condición social, y en particular de los estratos más humildes, son capaces de contar sus sentimientos y exponer sus opiniones.

Y de nuevo volví a pensar que ese envidiable uso popular del poder de las palabras nos ayuda a ensanchar los cauces expresivos de una herramienta de comunicación, nuestra lengua española, sobre la que demasiadas veces la minoría hispanohablante de acá (apenas el 10 por ciento del total) tenemos un sentido excesivamente patrimonial, acaso ligado a otros sentimientos posesivos que se traducen en algunos prejuicios sociales conocidos por todos.

Lo cierto es que, junto a la espectacularidad de algunas imágenes (incluidas las del interior de la mina, tan irreales como inquietantes) y frente al jabonoso discurso político y patriotero, daba gloria oír hablar a muchos de los protagonistas de esta epopeya, y en especial al más dicharachero de ellos, Mario Antonio Sepúlveda, cuyo relato me parece que tiene valor literario.

Mario Sepúlveda, aún en el interior de la mina.
«Estuve con Dios y estuve con el diablo –declaró Sepúlveda una vez rescatado–. Me peliaron y ganó Dios, me agarré de la mejor mano. Lo único que les pido es que no me traten ni como artista ni periodista. Yo quiero que me sigan tratando como el Mario Antonio Sepúlveda Espinaze, el trabajador, el minero. Yo quiero seguir trabajando porque creo que nací para morir amarradito al yugo, como digo yo. La vida a mí me ha dado cosas muy lindas... me ha tratado muy mal, me ha tratado muy duro. Pero ¿les digo algo...?: creo que he aprendido cosas maravillosas y a tomar los buenos caminos de la vida.»

'Rescatistas' versus 'rescatadores'

Junto a esta brillantez oral, los caminos del lenguaje a un lado y otro del océano me han dejado una duda: ¿cómo deben ser llamados los valientes profesionales de la seguridad que hicieron posible el salvamento de los 33 enterrados?

La prensa y los medios de comunicación españoles los llaman rescatadores, por cierta lógica de uso y en coincidencia con la Disney. En América, en cambio, es notorio que se prefiere el término rescatista, que por estos lares sin duda nos suena, en principio, raro. La RAE no lo recoge en sus obras de referencia, ni siquiera en el Diccionario panhispánico de dudas, aunque es posible que esté en el nuevo Diccionario de americanismos, que no he podido consultar. Tal vez el lingüista y académico cubano Humberto López Morales ofrezca pistas válidas para enfocar esta y otras discrepancias en su obra La andadura del español por el mundo, a la que acaban de concederle el premio de ensayo Isabel Polanco en su segunda edición.

Sin embargo, si uno lo piensa bien y va repitiendo la palabra y ablandado la extrañeza, ¿no acaba pareciendo más razonable llamar a estos especialistas de un trabajo altamente cualificado con un término que está en la línea de socorrista, paracaidista, equilibrista o incluso periodista?

Los expertos dictaminarán, pero con su valiente acción los rescatistas chilenos ya han llevado este nombre desde la mina al corazón del idioma. Y esos latidos deberían recogerse en el diccionario.

lunes, 11 de octubre de 2010

Agustina



Esta mañana, a las siete y media, ha fallecido en el Hospital de San Rafael, de Madrid, Agustina Peña García, una gran mujer, generosa, valiente y luchadora. Un ejemplo de la gente común que muere cada día como nos ocurrirá a todos–, pero un ejemplo único, singular e irrepetible, pues tenía unas cualidades humanas nada comunes, como hemos podido apreciar todos cuantos la conocimos.

Agustina, de 64 años, ha sido derrotada por una grave enfermedad que la fue minando desde septiembre del año pasado, pese a los cuidados médicos y, sobre todo, al cariño y entrega absoluta con que hasta sus últimos momentos la rodearon los suyos, en especial su marido, Ginés, que la cuidó de forma admirable a lo largo de estos duros meses, durante la mayor parte del tiempo en su propio domicilio y sólo en las últimas semanas en el hospital. A él y a sus hijos, Silvia y Tato, junto al resto de una extensa familia, hacia la que Agustina vivió completamente volcada, quiero hacer llegar desde aquí mi sentimiento por su pérdida.

Hasta el momento en que la enfermedad se lo impidió y durante los anteriores 18 años, Agustina venía cada semana varios días a casa para ayudarnos en las tareas domésticas. Un trabajo que llevó a cabo, no solo con completa eficacia y una disponibilidad que iba más allá de lo exigible, sino con un afecto y una sensibilidad que se traducían en innumerables detalles de trato que la acabaron incorporando a nuestra vida como un miembro más de la familia. Y uno de los más importantes, por cuanto tenía el gran valor de hacernos la vida más amable.

Como homenaje a ella he colocado en la pared de la Posada la imagen de un vuelo de grullas en un paraje no muy lejano de los campos de Candeleda, el hermoso pueblo de la Sierra de Gredos en el que Agustina nació y al que seguía estrechamente vinculada. Allí pasó algunos de los momentos más agradables de una vida siempre entregada al trabajo y a demostrar con enorme dedicación el cariño que sentía por su familia y sus amigos, entre los que tuvimos la suerte de contarnos.


Gracias, Agustina. No te olvidaremos.


Imagen © José Luis González Grande 
Tomada de Fotos Naturaleza

sábado, 9 de octubre de 2010

La Transición de Cercas


La concesión del Premio Nacional de Narrativa a Javier Cercas por una obra que no pudo nacer como novela y para la que el autor necesitó inventarse un género híbrido, a mitad de camino entra la crónica periodística, el ensayo político y el relato heroico (incluso con su punto elegíaco), me parece que reconoce la culminación de un esfuerzo plasmado en un libro que desde hace meses figura en la biblioteca de la Posada y que nos ofrece un retrato exhaustivo, verosímil, y ya inexcusable como referencia, de los años de la Transición.

La interpretación del significado de cualquier periodo histórico es un tarea siempre incompleta. Mucho más si, como es el caso, aún se está viviendo en la cola del dragón, incapaces por falta de perspectiva de verle a la bestia la cabeza completa o todo el espinazo, y mucho menos el aludido apéndice caudal cuyas convulsiones aún son peceptibles y a veces amenazan con golpearnos.

Y justamente porque la Transición corre el peligro de convertirse, si no en un cadáver molesto, sí en una historia oscura y maniquea, que puede ser contada de forma interesada según las perspectivas, el libro de Cercas es una obra que tiene un gran valor añadido: no sólo es buena literatura sino que consigue que la literatura sea un excelente aliado para la comprensión de la historia cercana.

La metáfora de la congelación visual de un instante (unos pocos segundos en la historia hiperreal del 23-F) y el prodigioso análisis que de él hace Cercas en su libro, insertándolo dentro de la secuencia completa de lo grabado por la cámara de televisión cuyo ojo vigilante los golpistas no advirtieron, ponen en pie un relato que en más de un aspecto contradice lo que podríamos llamar la «versión oficial y autocomplaciente» de lo ocurrido en aquellas horas. Al mismo tiempo, proporcionan algunas claves muy bien argumentadas que permiten entender con gran profundidad lo que allí se dilucidaba. La obra se convierte así en la historia mejor contada de la Transición de la que hasta ahora disponemos, en parte porque asume, filtra y resume todo lo valioso de las investigaciones e historias precedentes.

Pero es también, y aquí radica su importancia, la fundación de la Transición como tópico literario, como sustancia narrativa que, tras negarse a correr por los cauces de la ficción convencional, fue rompiendo los diques de los géneros y vino a desembocar en una ficción mayor, capaz de asumir el relato de la realidad.

Anatomía de un instante es en el fondo (y, en parte, también en la forma) un fruto cervantino que avanza con soltura por un territorio tal vez no del todo inédito, pero raras veces frecuentado a la hora de dar cuenta de la naturaleza de la realidad, y al que ahora este premio, incluso forzando las costuras de su nombre genérico, acaba de reconocer con justicia como una pieza mayor de la imaginación.

jueves, 7 de octubre de 2010

Donde el 'don de' es también 'donde'

El poeta Claudio Rodríguez en 1998,
fotografiado por  Gorka Legarceji. 
Sin que quepa incluirla en la categoría de «error interesante», desde el punto de vista literario, a la que Jordi Doce ha dedicado una lúcida reflexión (Ensayo y error), la minúscula errata (por omisión) que aparece en el artículo sobre Claudio Rodríguez publicado por Juan Goytisolo en el último número de Babelia sí creo que propone una variante del título del primer e irrepetible libro del poeta digna de ser tenida en cuenta.

Porque ese Donde la ebriedad en que, hacia la mitad de la pieza de Goytisolo, se transforma el título real (y aquí sin el artículo "el" que por error se le añade tantas veces) de Don de la ebriedad, no solo apunta por azar hacia otra forma pertinente de llamar al poemario que reveló al poeta, sino que también sugiere una mención explícita del lugar en el que Claudio Rodríguez, como pude comprobar algunas veces, se sentía más a gusto: en las tabernas, mezclado con el pueblo y sus afanes, compartiendo la charla, el vino y, si venía al caso, algunas canciones populares con un grupo de amigos, tal vez de conocidos solo. 

Esa errata, con su culpa feliz, nos llevaría así a un lugar común y cotidiano que, sin embargo, iluminado por la claridad que tienen siempre las palabras del poeta, bien podría ser tomado a modo de cifra y manifestación de una idea utópica de la vida que también está presente en sus poemas: un lugar en el mundo donde cada ser, como en una «taberna de peregrinos», pudiera tocar «con alegría y con pureza el vaso aquel que es suyo». 

Intuir sobre qué experiencias y emociones concretas y con qué hilos de vida puedan estar trenzadas las imágenes que, en muchos poemas de Claudio Rodríguez, vuelan sobre las palabras como si les estuvieran señalando su verdadera dimensión, el espacio de su cumplimiento, es también un don, acaso más gratuito que ningún otro pero que produce la ilusión de hacer coincidir vida y canto («miserable el momento si no es canto», escribió en otro lugar el poeta) en un todo sin fisuras, lleno de sentido. ¿Y quién puede resistirse a una ilusión de esta naturaleza?

Aparte de eso, el artículo de Goytisolo es una ola más (aunque de gran empuje por quien la firma) de la marea cada vez mayor que está elevando la obra y la significación literaria del poeta zamorano hasta el punto más alto de la poesía española contemporánea.

Además, ofrece una buena excusa para volver a escuchar la inconfundible e inimitable (aunque algunos valientes y atrevidos no cejen en el esfuerzo) voz de Claudio Rodríguez. De cuya muerte, por cierto, se cumplieron el pasado 22 de julio once años ya (¡quién lo diría!).


Posdata: Del 25 al 27 de noviembre de 2010, dentro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez y bajo el título El lugar de la utopía, tendrán lugar en la Biblioteca Pública de Zamora las IV Jornadas dedicadas a analizar la obra del poeta. Aquí, el programa.

sábado, 2 de octubre de 2010

El cuento de Contador


De todas las historias del deporte, las del ciclismo son las más tristes: casi siempre acaban mal.

Se resuelva como se resuelva el caso del presunto dopaje de Contador durante el pasado Tour, el mal ya está hecho. Agravado, además, por la coincidencia de que el mismo día en que saltó a la opinión pública el escándalo en que está enredado el corredor de Pinto, y que le ha valido una suspensión cautelar por parte de la UCI, se dieran a conocer otros dos posibles dopajes en la pasada Vuelta, que afectan al segundo clasificado, Ezequiel Mosquera, y a uno de sus gregarios, David García. Hoy mismo la campeona de mountain bike Marga Fullana ha admitido que tomó sustancias prohibidas durante el pasado mundial de la especialidad celebrado en Canadá. Es como si un pérfido guionista hubiera dispuesto la secuencia de estas muy malas noticias con la secreta intención de que el golpe a la credibilidad de un deporte que siempre ha tenido problemas para establecer con claridad sus casi inhumanas reglas de juego (y, sobre todo, para controlar su cumplimento) pueda acabar siendo de enorme contundencia, tal vez irreversible.

Las explicaciones dadas por Contador sobre cómo pudo llegar una insignificante cantidad de clembuterol a su sangre (el consumo de un carne contaminada) son tan creíbles como lo son su palmarés y su condición de deportista excepcional, con el que tanto hemos disfrutado. Por otra parte, todo el mundo admite que, aún suponiendo que el ciclista hubiera tomado voluntariamente ese producto (de uso casi exclusivamente veterinario aunque, según me informa mi bioquímico de cabecera, en humanos es "un broncodilatador muy eficaz"), las ventajas deportivas que de ello habría obtenido serían despreciables o incluso nulas. Se está reconociendo así de forma tácita que, en el ciclismo, lo que importa no es el espíritu de la ley sino sólo la letra, el estricto cumplimiento con las interminables listas de sustancias prohibidas, a las que siempre habrá que añadir alguna nueva recién puesta a punto por la industria farmacéutica.

Nadie pone en duda que la vigilancia y castigo de las prácticas tramposas debe formar parte de la competición deportiva. Pero en el caso del ciclismo, el interminable juego de «ratones y gatos» entre los encargados de aplicar las normas y los deportistas parece haber superado hace mucho tiempo todos los límites. Y nos sume a los aficionados en un estado que está a mitad de camino entre el desconcierto y la perplejidad.

La etapa del Tourmalet del Tour 2010, un "duelo de caballeros" entre Contador y Andy Schleck. Foto Reuters.

Dicho lo anterior, en mi opinión es completamente injusto que un deporte de tanta exigencia como el ciclismo se vea sometido a un grado tal de fiscalización que, en la práctica, no sólo condena a los ciclistas a soportar una condición permanente de presuntos culpables, sino que a la postre (como se viene demostrando) hace poco menos que imposible cumplir con su reglamento. Una normativa tan enrevesada que puede provocar situaciones como la que está viviendo Contador, un deportista que revivió en la propia carretera, tras un gravísimo problema de salud, y que con esfuerzo y entrega admirables fue capaz de traer nuevas esperanzas a un deporte al que un aciago demiurgo parece haber condenado a transformarse en una interminable relato de terror.

Ojalá que el «cuento» de Contador sea verdad y que esta triste historia concluya de un modo que le permita seguir demostrando sus admirables cualidades de deportista. Lo cierto es que el asunto, a medida que pasan las horas (incluso mientras escribo esta nota), va ofreciendo más de una arista y amenaza con convertirse en un argumento vidrioso. El periódico francés l'Equipe ha publicado que en la orina del corredor, además del mencionado clembuterol, habrían aparecido sustancias que podrían derivar de restos de las bolsas de plástico que se utilizan para las transfusiones de sangre, lo que daría pie, según conjetura el periódico francés, para sospechar que el ciclista podría haberse sometido a una transfusión de su propia sangre convenientemente oxigenada y tratada para mejorar su rendimiento. Una práctica que, al parecer, no es infrecuente en el mundo de la alta competición. De hecho, el positivo del estadounidense Floyd Landis, que le costó ser desposeído de su condición de vencedor del Tour de 2006, se debió a una de esas autotransfusiones que, en este caso, desembocaron en la presencia de testosterona sintética en el control antidóping.

En otros periódicos europeos, especialmente alemanes, las acusaciones contra Contador y, en general contra el ciclismo español, son aún más tajantes y algunos no se privan de incluir, como en el caso del Bild, montajes fotográficos claramente acusadores. Habrá que esperar acontecimientos.

Por mi parte, no es sólo que quiera creer en la inocencia de Contador. Pienso que, salvo pruebas palmarias en contrario, nada de lo que haya podido hacer puede poner en tela de juicio su entrega al deporte más hermoso y sin duda el más exigente, especialmente en sus tres grandes citas (Tour, Giro y Vuelta). Tan exigente que quizás haya llegado ya a los límites en que el esfuerzo humano es capaz de alcanzar la cima por sí solo.


Imagen superior: Alberto Contador durante la rueda de prensa en la que dio explicaciones sobre su presunto positivo. Fotografía tomada de DNA