jueves, 30 de marzo de 2017

FragmenDado



Para quien tal cosa signifique algo
 Quien para tal cosa algo signifique 
Cosa signifique para tal quien algo
Signifique tal para algo quien cosa
Algo quien tal cosa signifique para
Tal quien para algo cosa signifique





Texto de Erea Fernández Folgueras: 
Poética del fragmento, 
Madrid, Universidad Complutense, 2012, 
dedicatoria.



Mosaicos romanos de los trabajos de Hércules.
Museo Arqueológico Nacional (MAN), Madrid. Foto AJR

Face to face, boqueando




Con mi desembarco en Facebook, hace más o menos un mes y medio, la dispersión, que ya era una marcada tendencia en mi día a día, se ha convertido en un verdadero tsunami, al que confío en poder plantarle cara antes de que se lleve por delante el sentido de las brújulas que aún me quedan. También hace más o menos un mes y medio, hacia el 20 de enero, se cumplieron dos años desde que me instalé en Twitter. Las experiencias son tan distintas que incluso resulta difícil compararlas.

No es ya cuestión sólo de explicar cómo se siente uno en una u otra. Es que, bajo su nombre compartido de «redes sociales», en realidad apenas tienen algo que ver. En estas pocas semanas, creo haber comprendido el éxito popular e imparable de Facebook --1.860 millones de usuarios al mes a finales de 2016... y subiendo--: es una forma por completo nueva de estar en el mundo. Fácil, intuitiva, compensadora, útil, gratificante, espectacular. Su peor defecto: resulta altamente adictiva, compulsiva. Me atrevería a calificarla de droga dura.

Y es, además, muy poco exigente: un suelo abonado para que sobre él que crezcan, sin apenas cuidado, a veces por mera segregación de la herramienta, todas las flores de la banalidad. Marcadamente infantil. Y maniquea: tiende a que los usuarios se decanten por el sí o el no, incluyendo en este segundo apartado la indiferencia. Aunque, claro, todo depende siempre del uso que se haga. Como en todo. Y de la gente con las que uno se trate. Y de las trampas que uno se ponga. Nada diferentes a las habituales variedades del mundo sublunar en todas su manifestaciones.

Aunque me parece que hay usos y efectos poco menos que insoslayables, inherentes a la naturaleza del medio, frente a los que es poca toda la cautela. El principal de todos es que, se mire por donde se mire, todo empieza en las instancias más primarias del yo. Que no digo que no sean esenciales. Y necesario atender a su cuidado. Pero producen --o pueden producir-- una acentuación de lo más banal que pueda haber en uno mismo. Y la invasión indiscriminada del medio con las resonancias y excrecencias de nuestro ego por tierra, mar aire y éter, sin descanso y sin medida, puede acabar convirtiéndose en la peor forma de contaminación.

Y después --o antes-- está ese pecado capital de la red: el haber degradado el significado de la palabra «amigo». Un pecado original del que aún están por ver sus consecuencias.

De Twitter, tal vez me ocupe otro día.  



  

martes, 28 de marzo de 2017

Contra los amos del tiempo

Mural en un comercio del barrio de Prosperidad. AJR, 2014

¿A dónde van las horas robadas?  ¿De dónde salen las horas añadidas?

Por si no fuera bastante lío el tiempo en sí —¡el tiempo en sí!—, los que tienen en sus manos la manija se empeñan en demostrarnos que pueden manejarlo a su antojo.

Más allá de las nunca demostradas razones de eficiencia, no es descabellado pensar que el motivo principal de los cambios horarios estacionales sea una mera, reiterada, contundente exhibición de poder.

Alguien nos quiere hacer saber que "ellos" están ahí y, como Cronos, en cualquiera de sus reencarnaciones, pueden devorarnos.

Pero, aunque nuestros sentidos ya algo fatigados lo sufran, es tarea inútil.

El Sol y, sobre todo, la Luna —¡menuda es ella!— seguirán a su ritmo.

Y en la plenitud de la noche y en la sospecha del amanecer, seguiremos sintiendo que lo que de verdad nos importa no está al alcance de ningún instrumento de tortura.

Reloj modelo «corte de mangas». Gif tomado de acá.


(Tiempo des/contado, 29.03.17; 11:05)

lunes, 27 de marzo de 2017

Manchester frente al mar


¿Alguien puede atreverse, a estas alturas, a ilustrar la secuencia central de una película con toda  la parsimoniosa y abrumadora melancolía del adagio de Albinoni? Y una vez producido el atrevimiento, ¿quién es capaz de asegurar que el resultado, en el espectador de ojo despierto, pueda ir más allá de la pastosa sensación de estar siendo (estar siendo) emocionalmente manipulado con una mezcla de recursos retóricos a los que se les concede la condición de artísticos o poéticos por sí mismos?

Tengo para mí que de la respuesta a estas dos preguntas va a depender la opinión y el estado de ánimo del espectador de Manchester frente al mar, una película dura, incluso terrible, y frente a la que no caben, creo, medias tintas. A mí me emocionó. Aunque podría poner algún reparo a esta opinión, pero sólo a costa de ponérselo también a mis emociones. Que nada es descartable.

La secuencia a la que aludo más arriba, verdadero eje argumental de la trágica historia de culpa inexpiable que se cuenta, es estremecedora. Consigue que la majestuosa lentitud de la música, su invasión paulatina, combine a la perfección con un estallido insólito, aunque no inesperado, del argumento.

Y de esa mezcla —literalmente un incendio explosivo—surge la atmósfera que logra dar sentido, coherencia y ritmo a una historia narrada a través de saltos en el tiempo, con una gran contención interpretativa rayana a veces en la inexpresividad —pero que es la que corresponde a la tragedia del protagonista—, la acumulación algo repetitiva de motivos, una banda sonora bien medida, y tres o cuatro momentos muy brillantes que, junto con la soberbia, larga, inolvidable escena central, hacen de Manchester frente al mar una de las pelis imprescindibles de la temporada. Pero, eso sí, procuren verla en versión original.




viernes, 24 de marzo de 2017

Dado en Nueva York


 La inmensa soledad de la libertad.
Inmensa la libertad de la soledad.
Soledad la de la libertad inmensa.
De la libertad la inmensa soledad.
Libertad la de la soledad inmensa.
De la soledad la inmensa libertad.


Imagen: Lonliness Liberty Line
©by Carlos Ramos Núñez, 2017

martes, 21 de marzo de 2017

Ávidas pretensiones


Por mera coincidencia circunstancial, el llamado «Día de la Poesía» me pilla enfrascado en la lectura de Ávidas pretensiones, la novela-broma con la que Fernando Aramburu ganó en 2014 el Premio Biblioteca Breve y que dejé aparcada en su día para mejor ocasión. Que por fin ha llegado y, como diría el clásico, ¡la pintan calva! Ni tras un minucioso cálculo de posibilidades hubiera encontrado material más a propósito para festejar como se merece —repito: como se merece— una más de estas estúpidas festividades laicas de «los días de...», contra las que a menudo muchos despotricamos, por su carácter espúrio cuando no torticero o directamente mercachifle. Aunque luego, acomodaticios y contradictorios, nos sumemos, si no al sarao de lleno, sí a que prosiga la patulea. Y aquí paz y después gloria (Fuertes, por supuesto: ¡sombrerazo!).

Ávidas pretensiones es el ágil y burlón retrato de unas Jornadas Poéticas (con versal inicial) que algunos de los miembros más destacados del parnaso patrio celebran en un convento, y durante las cuales se ponen de relieve algunos tics y usos fácilmente reconocibles o sospechables de la mucha tontería en que a menudo aparece envuelta la facción poética de la tribu literaria.

No deja de ser curioso —pero sólo eso— que esta incisiva caricatura de la estulticia nacional en su vertiente literaria haya sido el preámbulo del mayor éxito de su autor, gracias a la excepcional Patria («Matria», más bien), sin duda una obra señera de nuestra narrativa reciente. Y es significativo que, con ser el tema y la intención tan diferentes, en Ávidas pretensiones y en su despliegue satírico comparezca el «estilo Aramburu» de cuerpo entero, con casi todas y las mismas armas retóricas: su peculiar asedio a la sintaxis, sus calificaciones alternativas, su prodigioso oído para captar rasgos coloquiales, la consideración del texto como un personaje más, el dominio de la intriga, la agilidad de los diálogos, etcétera.

Si alguna pega se le puede poner a la divertida y lograda sátira, al margen de su premeditado «tono menor», es que tal vez se quede algo corta en el retrato. Basta asomarse al patio poético nacional en este mentado Día de la Poesía, o recabar informaciones de sucesos recientes acaecidos en este o aquel simposio, encuentro, carrusel, descarga, maratón, mitin o batucada —que con todos esos o parecidos nombres se convocan actos tildados de "poéticos"—, para entender que, una vez más, la realidad es la ficción suprema. Y que resulta muy difícil ponerle puertas al campo. O al gato el cascabel.

Ávidas  pretensiones, por cierto, parece un buen eslogan para calificar ciertas operaciones poético-comerciales en curso, legítimas sin duda, aunque más bien obscenas por la doble o triple moral con que son planteadas. Maniobras postpoéticas nacidas en un campo sembrado, a golpe de tuits y likes, acaso con las mismas semillas sintéticas y trucadas de la posverdad. Aunque, como siempre, habría que pararse a distinguir voces y ecos, gritos y susurros, trigos y pajas.

Imagen: Fotografía de la cubierta de la primera edición de la obra. 
© Super Stock – Age fotostock

miércoles, 15 de marzo de 2017

La soledad de las vocales


Además de tener uno de esos títulos que a uno no le hubiera importado ganar en una timba, La soledad de las vocales (Ediciones B-Bruguera, 2008), del escritor gallego José María Pérez Álvarez, es una novela original y valiente, dura, ejemplar por varias razones. Y, finalmente, como la mayoría de las novelas, también olvidable. Está construida de forma casi versicular, pero en estricta prosa, alrededor de unos pocos motivos recurrentes, todos lo cuales giran en torno a una imagen central, obsesiva: la tristeza de las letras que se quedan solas, «huérfanas de sentido», en el letrero incompleto de una pensión llamada Lausana.


Con el telón de fondo de las pruebas de natación de unos juegos olímpicos y la mención expresa de modelos literarios bien precisos —Joyce, Kafka—, junto a otros que comparecen, por así decirlo, por desaparición —Queneau, Perec, incluso Filloy—, este relato poemático avanza a base de fragmentos escritos con lo que podríamos llamar una sintaxis líquida, por medio de frases construidas de forma similar a como pueden moverse las aguas de un estanque cuando sopla el viento. De ahí que sea una obra para leer en voz alta, dejándonos llevar por sus palabras tan rítmicamente acordadas: la belleza de la composición hace digerible el desfondamiento y negrura de lo descrito, que no son sino las peripecias monótonas de unas pocas vidas humanas azarosamente reunidas en un espacio común. 

Curiosamente, la mejor respuesta a la desazón que la negrura del relato me deja la encuentro en estos versos de Karmelo C. Iribarren que me salieron al paso mientras guardaba «La soledad de las vocales» en la estantería: «El amor, / ese viejo neón / al que aún / se le encienden / las letras».

El escritor José María Pérez Álvarez, retratado por Mani Moretón.
Foto tomada de wikipedia

martes, 7 de marzo de 2017

Momentos


Y ahora llega el momento
de decir que la vida
es una línea que avanza sobre el agua
y da quiebros inesperados:
por eso la queremos 
más que a nada.

                                 Y ahora llega el momento
de decir que la noche
es un pájaro negro que cruza sobre el mar
y da quiebros inesperados:
por eso nos conmueve
más que nada.

                                Y ahora llega el momento 
de decir que el silencio
es un trozo de hielo bañado por el sol
y lanza inesperados destellos cegadores:
por eso lo buscamos
y nos salva.

(Y ahora llega el momento
de callar.)


J. M. Whistler: Nocturne in blue and silver. Cremorne Lights (1872) 
Tate Britain, Londres. 


domingo, 5 de marzo de 2017

La Media Noche de Valle


Un Valle no muy conocido y, por diversos motivos, sorprendente es el de La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra. En junio de 2017 se cumplirán cien años de la primera publicación de este relato centrado en la Primera Guerra Mundial. Con ese motivo, Alianza acaba de rescatarlo en volumen exento.

Es una obra muy breve, que no alcanza siquiera la dimensión y factura de una nouvelle, aunque posee una gran intensidad, en parte porque está escrita en clave de no ficción, como testimonio extraído directamente del campo de batalla. Sorprende su modernidad, la mezcla de procedimientos expresivos habituales en Valle con variaciones casi experimentales, como la superposición de planos narrativos, o la multiplicación de los puntos de vista, para lograr esa «visión estelar» a la que alude el subtítulo, y que viene a ser una mezcla del «viaje astral» esotérico con la impresión que al autor le produjo un vuelo en avión militar sobre las trincheras de la Gran Guerra, en el frente franco-alemán. En algún momento, especialmente en los primeros capitulillos, se diría que el escritor gallego se está adelantando a los «ejercicios de estilo» de Queneau. Sin duda, anticipa las descripciones poliédricas, cubistas, de Tirano Banderas y, en alguna medida, los procedimientos estéticos del esperpento.

Leyendo los breves 40 momentos de la narración, más de una vez me han venido a la cabeza escenas de Senderos de gloria (Paths of Glory), la extraordinaria primera película bélica de Kubrick. Se diría que Valle, tan amante del cine como artefacto creativo y novedad narrativa, se planteó un modo de acercamiento al escenario épico muy parecido al que el cineasta adoptó décadas después. En sentido contrario (y complementario), es muy sugerente imaginar lo que Kubrick podría haber hecho con algunas de las visiones de Valle si las hubiera conocido; por ejemplo, con los «cadáveres veleros» del capítulo XII, una de las imágenes más poderosas del relato.

Esta edición de Alianza, muy recomendable, está precedida de una extensa introducción de Margarita Santos Zas, que contextualiza con gran solvencia la obra y anima a reintepretar su importancia dentro del corpus literario de un autor cuya relevancia no cesa de crecer.

miércoles, 1 de marzo de 2017

Sobran ángeles


No me guiñes el ojo parcheado,
ángel de la vanguardia, tan antiguo.
Te he visto alicaído, gris, ambiguo,
menos ángel que gallo desplumado.

Y tú, Luzbelcebú, ángel suicida
por ansias de ser dios siendo serpiente,
¿a dónde fue a parar toda esa gente
que te dio el alma a cambio de más vida?

Ángeles derretidos de blancura,
atados por la luz a la escotilla
del bajel celestial y a eterna noria.

Y ángeles de inconcreta encarnadura,
espíritus más bien de pacotilla...,
¡en el infierno estáis como en la gloria!



Nota. Al coincidir este año el miércoles de ceniza con el día en el que se celebra (o celebraba) la festividad del Santo Ángel Custodio del Reino, me ha parecido oportuno rescatar este soneto contra los ángeles. En mi primera juventud fui un lector apasionado del libro de Alberti que tiene a estos seres espirituales como protagonistas. Y como símbolo y tema frecuente en muy diversas formas de arte, los ángeles casi siempre me han resultado más bien simpáticos y útiles. Además de terribles, como los veía Rilke. Es probable que, junto a cierto cansancio que con el tiempo podemos llegar a sentir ante nuestras preferencias, en el origen de este soneto esté una algo agria aunque finalmente inane polémica sostenida en un viejo foro de poesía con alguien que solía cantar, un día sí y por la tarde también, al «ángel caído». En todo caso, confío en que el sentido irónico que siempre tuvo el poema sea perceptible. Y que quienes creen firmemente, o de forma imaginativa, en estas criaturas no se sientan molestos. De la imagen con la que ilustro el texto no conozco el título ni el autor. Se agradecen pistas. Por el llamativo efecto ocular, me recuerda en parte al monstruo que creó Guillermo del Toro en El laberinto del fauno. Y en parte, también, me parece que podría haberse escapado de una versión surrealista de El cielo sobre Berlín, la película de Wenders en la que un ángel llamado Damiel (Bruno Ganz) sucumbe a la tentación de hacerse humano. En fin, como se ve, demasiados ángeles por todos lados.