miércoles, 30 de septiembre de 2015

El equipaje incierto

Óleo de Ricardo Renedo.
                     Siempre la poesía es otra cosa.
                     La cosa siempre otra es poesía.
                     Poesía: la cosa siempre es otra.
                     Es siempre poesía la otra cosa.
                     Otra poesía es la cosa siempre.
                     Cosa la poesía siempre: es otra.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Grafoterapia


[...] Aunque lo más importante de lo que quería decir tiene que ver con el peso curativo de la escritura. La escritura cura. No afirmo con ello que el hecho de expresarse por escrito sea la mejor terapia y la más asequible, que también, sino que la escritura manual, en su sentido pleno de ejercicio de grafomotricidad, es el más poderoso reconstituyente que conozco frente a los estragos de la vida diaria. Supongo que algo parecido les ocurrirá a los pintores con el dibujo o incluso, y hasta más probablemente, con la aplicación del color sobre el lienzo (o sus múltiples variantes).

El dibujo de la caligrafía tiene una virtud física, gimnástica, innegable, además de un poder visual evidente. Me paro a contemplar los trazos de estas letras que, ahora que se sienten observadas, sufren el efecto de la contemplación, el síndrome del testigo incómodo, y veo cómo perfilan sus cimas y sus pozos, qué gran poder de concentración hay en sus giros ovales, de qué modo oscilan sus posturas disímiles entre la fijeza del asceta y las volteretas del saltimbanqui, cómo bullen sus espacios vacíos, su entrañas en blanco, qué relieves acaba adoptando el mapa sobre el que, más allá de las manchas de tinta o de carbón que los crean, los signos insinúan y modelan un mundo indescifrable...

Hay, debe de haber, una continuidad natural entre la escritura manual y el dibujo. Una lógica común o algún parentesco entre los gestos compartidos de estas dos formas de abordar el mundo. Y puede que también detrás de ellas, de ambas, esté atrincherado, apenas advertido pero presente, el anuncio del cansancio que todo esfuerzo cognitivo lleva implícito. Porque es más fácil, y hasta más natural, esforzarse en la parte material o artesanal de la tarea de vivir, en vez de aventurarse por la solitaria avenida de pensar lo invivido. Así, la caligrafía y el dibujo serían una especie de aplazamiento, del reconocimiento de la imposibilidad del pensar a fondo sobre cualquier cosa, incluida esta frase. También la revelación de la inutilidad de querer reducirlo todo a un esfuerzo mental.

He aquí un gesto que se traduce en un acto vicario, incluso puramente mecánico, y que en realidad no es más que la prueba de una nueva huida del lugar de la lucha. Una forma de ponerse a salvo en un espacio (¿un cielo?) protector donde la conciencia no sea sólo dolor. Quizás para intentar zafarnos así, y mientras sea posible, del verdadero dolor, del que intuimos, apenas entrevisto, que no seremos capaces de soportarlo. O que la única manera de poder hacerlo será de nuevo, y una vez más, la máscara: sabernos otros, fingirnos otros, personalmente abolidos en todos los extremos que no cesan de arrasarnos.

Y así es como va creciendo, mientras la mano avanza a su albedrío, se diría que desconectada de toda conciencia (aunque no sea cierto), una experiencia que, al intentar apresarla y expresarla, constatamos que se revuelve sobre sí misma y siempre desemboca en el balbuceo de una caminata que nos lleva al centro del bosque de los signos vacantes. Ese espacio en el que las palabras, despojadas de todos sus sentidos, cuelgan de las ramas como los harapos del fin de una fiesta de la que sólo sabemos que ha tenido lugar en ese rincón de nuestra alma al que ya no podremos regresar nunca.

(Tiempo contado, sábado, 11 octubre 2014; 13:21)

Imagen: 
Las manos del poeta Rui Knopfli
Foto de J. F. Vilhena. Tomada de aquí.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Gasol y las demás estrellas


No soy lo que se dice un gran aficionado al baloncesto, aunque sea el único deporte, junto al pimpón, en el que de niño y adolescente conocí alguna gloria deportiva, o al menos vivida por mí como tal, por cuanto en todos los demás juegos era, sin ambages, «malo». O, lo que es lo mismo, torpe y carente de cualidades que, en la panda de amigos o entre os compañeros de colegio, me situaran en una posición no humillante a la hora de la formación de los equipos mediante la cruel selección que los capitanes de cada bando realizaban, nombre a nombre, tras la consabida disputa «a pies». Aquello si que era una escuela de supervivencia, en cuanto a la autoestima y la valoración por parte del grupo de iguales, bases sobre las que, como los psicólogos saben bien, suelen cimentarse muchos rasgos de nuestra personalidad social e incluso íntima.

Pues bien, sin ser, ya digo, un forofo del básquet, recuerdo pocas emociones deportivas tan intensas como las vividas esta noche durante el partido Francia-España. Un partido que más bien recordaba al suplicio de Tántalo: una y otra vez creíamos que el agua se hallaba ya al alcance de la boca, pero siempre volvía a bajar su nivel, y Francia volvía a irse en el marcador e incluso parecía estar a punto de dejarnos de nuevo en la cuneta. Pero esta vez, por fortuna, el héroe no se llamaba Tántalo (ni Sísifo), sino Pau Gasol. Un gigante que, haciendo honor a su nombre y flanqueado por un cuarteto de auténticas estrellas de la canasta, todos ellas provistas de una infinita capacidad de sufrimiento, hizo salir la luz en plena noche y en plena cancha, cuando ya algunos, hombres de poca fe, creíamos que todo estaba perdido.

Los golpes de pecho y el gesto de rabia jubilosa con que Pau Gasol celebró la más decisiva de sus muchas jugadas geniales han sido uno de esos momentos sin tiempo que ya forman parte de la leyenda en la historia deportiva de nuestra sensibilidad, como el gol de Marcelino a Rusia, la caída de Ocaña en el Tour del 71 y su triunfo en el del 73, la sonrisa de Paquito Fernández Ochoa tras ganar el eslalon (entonces slalon) en Sapporo, la medalla de plata en Los Ángeles del equipo de baloncesto liderado por el malogrado Fernando Martín, los giros de cabeza de Fermín Cacho en la recta final de los 1.500 de Barcelona, Induráin en cualquiera de sus Tours y en todos ellos, el cuerpo a tierra de Nadal en Wimbledon tras derrotar a Federer o, por supuesto y sin estirar más los grandes recuerdos del forofo, el gol de Iniesta en la final de Sudáfrica.

Un repertorio al que sin duda pueden añadirse algunos otros hitos más particulares, menores, pero no menos significativos. Personalmente, por ejemplo, contabilizaría también los cinco goles que Fidel Uriarte, vistiendo la zamarra del Athletic, le endosó al Betis en un partido de 1967, aboliendo con ello un duro invierno. O la vez aquella en que Perico Delgado le robó la cartera a Robert Millar en la sierra de Madrid. Se trata, en suma, de una secuencia gloriosa a la que la emocionante, descomunal, trepidante, soberbia e inolvidable gesta liderada por Gasol, resumida en un gesto de hechuras míticas, acaba de sumarse para siempre.

Gracias, Pau, por esos momentos de pura felicidad.

(Para mi amigo Antonio del Camino, que lo habrá disfrutado como sólo los sibaritas de la canasta pueden hacerlo.)



martes, 15 de septiembre de 2015

El parentesco según Ferlosio

«(Parentesco) El perrito sentado sobre las patas traseras tiritando de frío junto al aldeano inmóvil sentado con las piernas extendidas en mitad de la pradera y al que el escudero se acerca a preguntar en El séptimo sello es sin duda el tatarabuelo del que viene trotando entre las patas del caballo en El caballero, la muerte y el diablo», escribe Rafael Sánchez Ferlosio en uno de los pecios, o textos rescatados del  naufragio de escribir, recopilados y publicados hace ya unos meses bajo el título  de Campo de retamas (Pecios reunidos). Es una de las muchas resonancias y conexiones que este maestro del idioma sabe poner en primer plano al llevar las palabras --y en este caso las imágenes-- hasta un punto que acaso se parezca a lo que Roland Barthes llamó «el grado cero de la escritura», un espacio o postura en los que es posible tensar la cuerda del arco al máximo y, en consecuencia, la flecha o la palabra o la imagen pueden alcanzar su más alto vuelo. 

Esta perspicaz lección de zoología pone de relieve, además, una de las cualidades que la escritura de Ferlosio concentra como pocas: hacerse insustituible y subyugante por su capacidad de precisión. Leyendo esos logros expresivos, que en este libro son muchos, queda de manifiesto la verdadera naturaleza del genio creativo de su autor: es el del poeta, el hacedor de mundos. Aunque para ello apenas escriba versos. Y digo apenas porque, curiosamente, el libro, que se abre con un poema de su hija Marta y se cierra con otro gesto amoroso, incluye también una muestra, tan breve como atinada, de la habilidad con que el habitante más ilustre de La Prospe, maestro de una sintaxis que a menudo pone a prueba las circunvoluciones cerebrales, sabe manejar el renglón corto.