viernes, 2 de noviembre de 2012

Difuntos


2 de noviembre, tiempo memorioso:
antes de que la luna nos diera calabazas
frente a las caras tísicas con el rímel corrido,
mucho antes del viento royendo la mañana
y la línea infinita de los altos cipreses
sobre la grava suelta de la explanada blanca,
antes del  lobishome y la bruja piruja
con su verruga gorda tapándole la napia,
antes de la cajita blanca sobre la mesa
entre nieblas del norte y entre petos de ánimas,
antes de aquellos dedos hinchados que de noche
trepaban por el muro hasta rozar mi cama,
antes de que Manrique dijera «qué se fizo»
y todas las vecinas contestaran «¡qué lástima!»,
y antes que el cónsul Firmin, borracho de deseo,
buscara a la Pelona para sentirse el alma,
y mucho mucho antes de todas estas cosas
que ahora a cada poco me la muestran de cara,
la muerte era tan solo un tedio no explorado
y también una voz que sin cesar cantaba
la lista interminable de los monarcas godos,
las más viejas leyendas de la patria.


Ataúlfo, Sigerico, 
Valia y luego Tedorico,
Turismundo, Teodorico 
el segundo, con Eurico 
y Alarico, Gesaleico 
y el más grande Teodorico,
Amalarico con Teudis, 
Teudiselo con Agila
y después Atanagildo, 
Liuva primo (en solitario), 
Leovigildo y Recaredo,
Liuva dos y Viterico,
Gundemaro, Sisebuto,
el segundo Recaredo
con Suintila y Sisenando
más Chintila y luego Tulga,
Chindasvinto, Recesvinto, 
Wamba, Ervigio (Quenojari)
Égica, Witiza, Agila  
y, ya por fin,
                       don Rodrigo,
al que siempre estaré viendo
devorado por la sierpe
mientras resuena su voz:
«¡Ya me come, ya me come
y qué bien sabéis por dó…!»

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